jueves, 29 de agosto de 2024

LAS HIJAS HORRIBLES

«No podemos pensar que los hijos pertenecen a los padres, hay derechos fundamentales del menor». Recuerdo la que se montó hace unos años con este comentario de la entonces ministra de educación, Isabel Celáa. El comentario iba al hilo del pin parental, pero alude a un tipo de relación paternofilial muy común que consiste en considerar a los hijos extensiones de los padres y que es extrapolable a cualquier situación, e incluso a cualquier edad. Cuántas madres y padres consideran que sus hijos, aunque ya sean adultos, les siguen perteneciendo, y se sienten en el deber de dirigir sus conductas, elecciones de vida y aspiraciones como si necesitaran tutela de por vida. Como si lo que estos hicieran fuera a repercutir siempre y para siempre en ellos, últimos responsables de sus vidas. 

De esto va este magnífico ensayo de Blanca Lacasa. De las relaciones entre padres e hijos, y más concretamente entre madres e hijas, que siempre están atravesadas de más dificultad, desigualdad y presión por el caldo de cultivo patriarcal que nos sustenta. 

Nos pasamos la vida ensalzando a las madres. Es verdad. Nos educamos con eslóganes del tipo mi madre es mi orgullo, mi madre es la mujer de mi vida, mi madre es mi referente. El día de la madre es un acontecimiento en cualquier escuela primaria, también para los niños y niñas que no tienen madre a quien felicitar. Y bajo toda esa parafernalia festiva se esconde, como dice Blanca Lacasa, «todo un sistema extremadamente conservador: ese que dictamina que una madre siempre lo hará bien, siempre sabrá y siempre constituirá un modelo a futuro». Lo cierto es que elevar a las madres al altar de la perfección no le hace bien a nadie. A ellas, porque les obliga a una autoexigencia imposible de cumplir, y a sus hijos, porque les genera unas expectativas que están fuera de la realidad, y a la vez una deuda imposible de saldar. Bajar a las madres de ese altar celebratorio debería ser, pues, un deber imprescindible de cualquiera que aspira a una relación con su familia, pues sería «liberarlas de una mirada inhumana y bien poco feminista: aquella que las despoja de su humana imperfección para convertirlas en un impecable imposible». 

El amor maternal es, en la mayoría de los casos, el primer amor que recibimos. Y, a menudo, tiene muchos de los mecanismos del amor romántico. Reconozco que no había pensado nunca en esta comparación y, directamente, me ha abierto un montón de ventanas mentales que ni sabía que estaban cerradas. «En ambos casos, las dosis de expectativas son altísimas; el nivel de frustración, elevadísimo, y la obligatoriedad de desempeñarse y desarrollarse en ese papel, total. Para ellas y para nosotras. No deja de resultar curioso que las dos relaciones que probablemente más dolores y traumas provoquen sean las dos más regladas, estandarizadas, pensadas, manoseadas, estipuladas y sobre las que más se ha escrito. Unos vínculos que se abordan con un batallón de prejuicios, quimeras, obligatoriedades y exigencias que dificultan ya de partida cualquier mínima posibilidad de éxito». 

El amor maternal y el amor romántico son los dos pilares en los que se sustenta la institución más importante en la vida de la mayoría de las personas: la familia. Una institución que se basa en el tejido de unos vínculos que nos sostienen, creados casi siempre con patrones rígidos y obligatorios que es tabú no ya romper, sino simplemente pretender flexibilizar. Una institución jerárquica y vertical basada en la dependencia (otra similitud con el amor romántico). ¿Cuántas madres e hijas adultas se relacionan en un plano de igualdad? ¿Cuántas madres consiguen tratar a sus hijas e hijos como personas adultas en lugar de como vástagos inexpertos necesitados de guía, consejo y protección? Esa subordinación emocional, casi siempre velada e implícita, es una fuente inagotable de fricciones y violencia de la que es muy difícil desprenderse sin romper vínculos valiosos. Porque uno de los anhelos más profundos al entrar en la vida adulta consiste precisamente en la libertad que dan la autonomía y la independencia, en elegir un camino propio fuera de la sombra de la madre. Y, a menudo, la única forma de emprender ese camino es romper la necesidad constante de reafirmación y aprobación, dejar de asumir la responsabilidad por la preocupación constante que muchas madres proyectan en sus hijas, y que las infantilizan y les impiden ser mujeres libres y dueñas de su propia adultez.

Sobre la tensión entre la aspiración a una relación igualitaria y la sensación de posesión y pertenencia, recuerdo haber leído varios libros. Y me ha encantado que muchos de ellos aparezcan en forma de citas por las páginas de este ensayo, cuyo tema conecta directamente con El acoso moral, de Marie-France Hirigoyen, por el maltrato psicológico en la familia; con Toda la rabia, de Darcy Lockman, por los roles de género y el patriarcado como veneno que mamamos desde la cuna; con Matar al ángel del hogar, de Virginia Woolf, por el rol asignado a las mujeres que las convierte en arquetipos imposibles de emular; con Por qué ser feliz cuando puedes ser normal, de Jeanette Winterson, maravillosa novela espejo de tantas infancias tiranizadas por madres-jaula; o con La doble jornada, de Arlie R. Hochschild, por esa "revolución estancada" en la que las mujeres entraron por fin en el mercado laboral pero los hombres no acompañaron en un reparto igualitario de las tareas domésticas y de cuidados, por poner algunos ejemplos de libros que he leído recientemente. Pero forma parte, en realidad, y esto es lo bonito y lo triste al mismo tiempo, de toda una genealogía literaria de libros que iluminan desde muchos puntos de vista la influencia del contexto socio-cultural en los patrones tóxicos que conforman las relaciones humanas. 

Cuando las madres asumen las angustias de sus hijas adultas como propias, cuando les duelen en la carne como si fueran suyas, proyectan en sus hijas una responsabilidad que no les corresponde. A su propia angustia, ahora tienen que añadir la culpa por angustiar del mismo modo a sus madres. Como si todo lo malo que a una le pasara, le tuviera que pasar a la otra también. De ahí que cuando una hija le confiesa un dolor a su madre, a menudo esta última reaccione de forma negativa, porque siente que ese dolor se lo están infligiendo a ella también y no ha tenido oportunidad de evitarlo. La salida a este laberinto emocional no es, desde luego, el desapego y la falta de empatía. Al contrario, es conseguir que las madres vean a sus hijas como personas independientes, libres de equivocarse y de sufrir sus propias angustias, personas iguales a ellas en la capacidad para sobreponerse a su dolor que cuando buscan comprensión tras un tropiezo lo que necesitan es ante todo consuelo y no una bronca.  

Este ensayo trata sobre cómo el rol de madre abnegada se convierte en esclavitud y destruye la identidad de la mujer que lo soporta. Y cómo esas madres alienadas por el imperativo de un tipo concreto de maternidad educan a sus hijas en los mismos moldes rígidos y alienados en los que tienen que caber sus aspiraciones y su identidad. Sobre cómo evitar a toda costa juzgar desde nuestro presente las conductas de las generaciones pasadas sin tener en cuenta sus condicionantes sociales. Y sobre la importancia de adoptar relaciones de igualdad entre madres e hijas adultas que no pasen por la culpa, la deuda y la decepción constantes. 

Es impresionante la cantidad de literatura que hay sobre cómo cuidar y educar a los hijos pequeños, y la poquísima sobre la etapa adulta de las relaciones maternofiliales, que suele ser la más larga y la más complicada. Para empezar a llenar ese silencio, este libro es la mejor elección que conozco.








lunes, 26 de agosto de 2024

LA CASA DE LA FORTUNA

Pues han pasado dieciocho años desde aquella historia portentosa de La casa de las miniaturas, y aquí volvemos, en 1705, a los mismos canales de Ámsterdam, a aquel Herengracht que esconde una casa que sigue llena de misterios. 

Thea es una joven de diecisiete años que está enamorada del teatro. Hay quien acude a las funciones en el Schouwburg para olvidarse de todo durante un par de horas, para poner una pausa de color y pasión a la monotonía de sus vidas mortecinas. Sin embargo, «Thea va a descubrirse y construir su alma con palabras y luz». En el teatro se siente más valiente, «transportada a un lugar donde todo es más cierto, y donde una mujer se ha atrevido a rechazar los grilletes del silencio». De esto va esta novela, de los grilletes del silencio. Y de esas palabras que nos sirven de llaves para abrir las cerraduras de las jaulas que no nos dejan vivir en libertad. 

Dieciocho años después, hay secretos que nunca han visto la luz. Los personajes que dejamos en La casa de las miniaturas siguen escondiendo su pasado y usando el dinero como escudo en una sociedad de las apariencias que actúa de forma implacable contra quien se sale del camino marcado. Dieciocho años después, nuestros personajes no saben que todo está a punto de cambiar: «¿cuánto tiempo llevan colgando de un hilo, fingiendo que son una familia rica? ¿Qué son sino unas cuantas almas infelices que se tambalean al borde de un precipicio?». 

Jessie Burton ha conseguido volver a sostener la luz de su primera novela para iluminar este escenario donde de nuevo nada es lo que parece y la risa y la ligereza pugnan por encontrar un aire libre en el que echar a volar.








jueves, 1 de agosto de 2024

EL AÑO DE LA LANGOSTA

—Perdona, que te he asustado. 
—No, disculpa tú, no te había oído. 
—Debe de ser bueno eso que estabas leyendo, estabas como hipnotizado. 
—Sí, es...
—Oye, casi parece un reclamo publicitario. Librero tan metido en su libro que ni siquiera ve a los clientes que entran. 
—Jajaja. Pues sí, está todo pensado. 
—Bueno, ahora ya me puede la curiosidad. ¿Qué libro mágico es ese?
—Pues mira, es la típica novela de pasar páginas sin enterarte y leer como si no hubiera un mañana. 
—Y de chorrocientas páginas. Hay que tener tiempo para eso. 
—Cuando empiezas a leer el tiempo cambia. No te enteras de las horas, en serio. Y lo mejor es que una parte de la novela va de eso, de cambiar el tiempo. 
—¿De viajes en el tiempo?
—Bueno, mejor no te lo desvelo, por si te animas. 
—¿Más reclamo publicitario?
—Siempre. 
—¿Merece la pena, entonces?
—Desde luego. 
—¿Y va de...?
—Espías. La CIA. Terrorismo internacional. Apocalipsis. Fin del mundo. La era del pánico. 
—La alegría de la huerta. 
—Y acción todo el rato. 
—Bueno, acabamos de pasar por una epidemia mundial, estamos en plena emergencia climática, hay psicópatas dirigiendo potencias nucleares, genocidios en curso... 
—Eso es. ¡Es el libro de nuestro tiempo!
—¿Y de dónde voy a sacar yo las decenas de horas que hacen falta para leerme todo eso?
—Te vienes a la librería conmigo y en cuatro tardes te lo lees.
—Porque aquí el tiempo pasa distinto. 
—¿Entre tanto libro? Ni lo dudes. 
—Así que una novela de espías...
—Sí. 
—Con mucha acción...
—Eso es. 
—Que cambia el tiempo...
—Ajá. 
—Y que vuelve a los clientes invisibles. 
—¡Exacto!
—Me has ganado. Me la llevo. 

A veces los libros se recomiendan solos.