jueves, 6 de junio de 2024

EL ACOSO MORAL

Este libro se publicó en 1998 y fue pionero en su época. Un cuarto de siglo después, la violencia psicológica sigue estando enormemente extendida en nuestra vida cotidiana y, tristemente, no hemos conseguido sacarla del armario. La mayoría de la gente solo la relaciona con insultos y amenazas, es decir, con la punta vistosa del iceberg, y ello contribuye a que se reproduzca una y otra vez de generación en generación en las conductas de la mayoría sin que seamos capaces de identificarla ni frenarla.  

Todos rechazamos una bofetada. Hay un común acuerdo en lo inaceptable que resulta. Ninguna reunión familiar o de amigos podría continuar con normalidad tras una agresión física. Sin embargo, sí lo hace tras una agresión psicológica. ¿Por qué las víctimas que lo sufren no se rebelan? ¿Por qué los testigos no dicen nada? A veces se ve tan claro desde fuera que es inevitable preguntárselo. Quizá haga falta haberlo sufrido hasta sus peores consecuencias para comprenderlo. 

He tardado años en comprender que hay víctimas que no se consideran víctimas, porque piensan que todo lo que la persona agresora les hace es por su bien. Hacer las cosas por amor o con la mejor intención a menudo es la coartada perfecta para que el maltrato quede normalizado e impune.

He tardado años en comprender que no hace falta que una víctima se queje de violencia para que la violencia exista. Que la víctima a menudo no puede defenderse porque sencillamente no sabe que está siendo atacada. Y si lo intuye, no tiene a quien acudir porque nadie identifica lo que sufre como violencia. Al contrario, muchos lo señalan como amor. Por mucho que la víctima intente comprender lo que le ocurre, no tiene las herramientas para hacerlo, y nadie se las brinda. Y si las tuviera y lograra reconocer lo que le pasa y hasta cortar los lazos con su agresor, no tendría adónde ir ni una identidad social que reconstruir, porque las personas agresoras se preocupan mucho por que sus víctimas estén aisladas socialmente y dependan de ellas para todo. 

Las personas agreden porque también son víctimas. A menudo es verdad. Luchan contra la depresión, contra la ansiedad, contra la psicosis, y eso puede explicar sus conductas. Pero en modo alguno puede justificarlas. Esto parece obvio, pero no lo es tanto al ver, por ejemplo, el apoyo que recibe Israel por su condición de pueblo víctima del Holocausto a pesar del genocidio que está perpetrando en Gaza. Y es especialmente peligroso excusar el daño que provocan por su condición de víctimas, porque constantemente están aludiendo a esa condición para defenderse. El victimismo es la luz de gas con la que tratan de seguir agrediendo, manipulando y arruinando la vida de los demás impunemente. 

He tardado años en darme cuenta de que cada vez que presenciaba una agresión psicológica en mi entorno me volvía cómplice de esa violencia. De que contemplar la violencia envilece y degrada mi humanidad, de que no hace falta que sufra directamente el daño para llevármelo a casa como una mancha, una merma en mi capacidad para conservar los marcos morales de referencia con los que establezco lo que está bien y lo que está mal. 

Pero ¿por qué las personas agreden a otras? ¿Qué las diferencia? Hirigoyen lo explica muy bien. Cuenta que las personas agresoras se consideran especiales, por encima de la norma, y por tanto creen que merecen una atención especial. Piensan que a menudo saben mejor que los demás lo que a los demás les conviene y no dudan en decírselo. Encuentran natural que en su círculo cercano sean casi siempre ellas las que mandan, dirigen y deciden. Eligen y hablan por los demás con naturalidad. Consideran que las fórmulas imperativas «encárgame este libro», o expositivas «mira, me vas a encargar este libro», son más naturales que la interrogativa «¿me puedes encargar este libro, por favor?». Pedir rebaja su autoridad porque les obliga a una humildad que les resulta incómoda. Lo que les empodera es exigir. Dicen a los demás lo que tienen que hacer y exactamente cómo hacerlo para hacerlo bien, es decir, para hacerlo como ellas consideran correcto. Tratan a los demás desde una posición de superioridad, por ejemplo ocupando la mayor parte del espacio de la conversación, explicando cosas como si los demás no las supieran o tomando sus propias ideas, necesidades o sensaciones como la medida universal para juzgar las ideas, necesidades o sensaciones de los demás. 

La mezcla de egocentrismo, voluntad de dominación, necesidad de admiración e intolerancia a las críticas la solemos experimentar todas las personas. Pero para la mayoría son conductas pasajeras que a posteriori producen remordimiento. Si no se reconocen como conductas negativas y se vuelven constantes, entonces estamos ante personas agresoras, descritas en este ensayo como perversas narcisistas. Personas que «no hacen daño ex profeso; hacen daño porque no saben existir de otro modo». «Su vida consiste en buscar su propio reflejo en la mirada de los demás. El otro no existe en tanto que individuo, sino solamente como espejo». Cualquier comentario o estímulo externo es la excusa para apropiarse de la conversación e imponer sus propios comentarios o estímulos a los demás. Si tú has estado de viaje, por ejemplo, en Lisboa, a una persona narcisista le interesará mucho más contarte sus recuerdos de Lisboa de hace diez años cuando estuvo por última vez que escuchar tus impresiones de tu estancia reciente. Todo es una oportunidad para hablar de sí misma, para ser escuchada, los demás y sus palabras son espejos en los que solo se ve ella. 

Son megalómanas en cuanto a que se colocan como patrón de referencia moral sobre el bien y el mal. La verdad suele ser única y es la suya. Por lo tanto, cualquier desviación de su verdad es una desviación de la verdad, y rápidamente se apresuran a corregirla en los demás. No con la intención de imponer su voluntad, algo que nunca admitirían, sino de corregir un error. No entienden la pluralidad infinita del ser humano. Ven a los demás como réplicas de sí mismas a las que sienten que deben instruir en lo que consideran buen comportamiento. Y para ellas, hacerlo es altruismo. Esa es la perversidad de su carácter, dañan pensando que hacen el bien. 

Se quejan con frecuencia de los demás, señalan con naturalidad los defectos ajenos como una forma de posicionarse con superioridad: si percibo el error en los demás es porque yo ese error no lo cometo. Con frecuencia dan lecciones morales en su afán por educar. Aconsejan, aleccionan, advierten. Ellas lo saben todo y su deber es compartir su conocimiento. Cuando alguien se queja de algo que le ha pasado, a menudo responsabilizan a la víctima, porque no empatizan con su dolor, toda su atención se centra en señalar el desacierto. Por ejemplo: una chica se cae por las escaleras y se hace un esguince. Cuando acude con dolor a su padre/madre/novio narcisista, la primera reacción de este no es de empatía, sino de superioridad: ¡cómo se te ocurre! ¡Qué has hecho! ¡Tienes que tener más cuidado! Es una reacción perversa, puesto que la intención es el cuidado, pero el resultado es la bronca y el sermón en un momento en el que la víctima necesita consuelo, no violencia verbal. 

Este tema me apasiona por mucho motivos, y podría seguir escribiendo y escribiendo (la reseña era todavía más larga y he recortado varios párrafos, por increíble que parezca) sobre situaciones y comportamientos que he vivido y que el libro detalla muy bien. Es un tema que no se acaba nunca, porque la violencia psicológica tiene mil caras y no hay nadie que no la haya sufrido y reproducido de una manera u otra a lo largo de su vida. Este libro de Hirigoyen me ha parecido una estupenda puerta de entrada a un mundo fascinante que nos rodea todos los días, y contra el que nos podemos pasar la vida entera dándonos de bruces si no logramos ponerle palabras que lo vuelvan comprensible. 




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