lunes, 17 de junio de 2024

LA CASA DE LAS MINIATURAS

Esta es la novela que más he disfrutado de las que he leído este año. Es un tesoro. Un tesoro que llevaba esperándome nueve años (se publicó en 2015). Sabía que era una buena novela. Mi madre la leyó y escribió una reseña. Y siempre ha estado en la librería desde entonces. No sé por qué no me animaba a leerla. Con la publicación reciente de la continuación, La casa de la fortuna, decidí que era el momento. Y la sorpresa ha sido mayúscula. Ha superado todas mis expectativas. Desde El retrato de casada, de Maggie O'Farrell, no disfrutaba tanto con una novela histórica. Y la comparación no es casual: he encontrado muchas similitudes entre las dos autoras. 

Estamos en 1686 en Ámsterdam, uno de los centros del comercio mundial. Es una sociedad moderna y pujante, pero también puritana y censora. Está dominada por un dios castigador omnipresente. Obsesionada por la moral y la riqueza, «las almas y los monederos». Por el individualismo de un capitalismo floreciente que deja en sus cunetas a una mayoría de pobres luchando por las sobras. La severidad y las apariencias son las gobernadoras de esta república orgullosa en la que la dignidad es más valiosa como adorno que como guía para la conducta. 

Nella es una chica humilde que llega a la gran ciudad para casarse con un rico comerciante que no es lo que parece. Nada es lo que parece, en realidad. Ni siquiera esa enorme casa de miniaturas que le regala por su boda, un símbolo de su unión y de su casa compartida que les cambiará la vida a todos. Es una historia inquietante. El relato avanza desde una mirada indirecta, con una constante sensación de amenaza, y te envuelve con las vidas de unas mujeres vulnerables que pugnan por retener algo de poder desde las sombras. Me ha maravillado la cantidad de cosas que se sugieren pero no se dicen, para que el lector se vea desafiado a rellenar los huecos, y el placer de la lectura no sea solo descubrir lo que la escritora le cuenta, sino lo que uno imagina e inventa y anticipa con las hechuras de lo que está escrito. 

En la Ámsterdam de 1686, al igual que en la España de 2024, tenía mucho poder la gente moralizante que elegía el camino de la privación propia y ajena. Que encontraba una turbia satisfacción en el sufrimiento. «En el sufrimiento encontramos nuestro verdadero yo», decían. Y querían que los demás también siguieran su mismo camino. Allí gobernaba un tipo de hombre muy reconocible también en nuestra sociedad actual cuya descripción me ha parecido especialmente dolorosa: el fanático que busca igualar por abajo a los que superan su ignorancia y su mediocridad para evitar que le dejen en evidencia. La risa y la ligereza eran pájaros de colores que caían fulminados al suelo por falta de oxígeno. 

Al igual de Maggie O'Farrell, Jessie Burton es una maestra en la atención exquisita que presta a los olores, los colores, la temperatura, las sensaciones físicas, las emociones, los gestos, todo lo que no es explícito ni se dice ni se muestra abiertamente. Y con ella envuelve a esa chica tímida y vulnerable, Nella, que llega temblando a casa de su marido, su futura casa, con todo un mundo por descubrir. Y con un vacío de información que duele. Porque lo que no se cuenta también daña. Los silencios, las miradas cómplices de su familia política que la tratan como a una niña, el río caudaloso de comunicación silenciosa que fluye entre los demás y deja a Nella al margen, en la orilla seca, sedienta de información y de confianza. «Es una marioneta, un recipiente en el que los demás vierten sus palabras. No se ha casado con un hombre, sino con un mundo». 

Nella se considera una caja cerrada con llave dentro de otra caja cerrada con llave hasta que se encuentra con un extraño personaje que la ve, los ve a todos, y se siente desnuda. Por primera vez en la vida, desnuda. Y lo más extraño de todo es que no solo no le molesta: descubre que quiere ser mirada. Mirada por esos ojos que, «además de ver los entresijos de su mundo, parecen también capaces de construirlo». Aunque no termine de saber quién de las dos, en ese juego silencioso, es la cazadora y quién la presa. 

Hay capítulos que me han parecido sublimes, como por ejemplo el que se titula La llegada. Ya solo por la descripción de ese parto con esa bárbara y lírica intensidad merece la pena toda la novela. Una novela desoladora y delicada, oscura e inquietante, que sin embargo alberga una luz muy poderosa. La luz de una voz que sostiene, en la más completa oscuridad: «componemos un tapiz de esperanza y no hay nadie que lo teja, más que nosotros mismos». 






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