lunes, 29 de mayo de 2023

JUNTOS

Hace unos minutos un conocido decía que en las elecciones de este año ganarán las derechas porque el péndulo de la historia siempre vuelve a traernos lo que toca. Es una visión de la política como algo inmutable, un péndulo, que siempre alternará entre los mismos puntos, girando imperceptiblemente hasta volver siempre a su origen. Qué tranquilidad, pienso, creer que la política es eso. Algo inamovible. Qué confianza saber que pase lo que pase todo volverá siempre a su sitio, que cualquier pérdida de derechos ya se recuperará más tarde. Me encantaría saber qué opinan los demócratas turcos de esto, que llevan más de dos décadas esperando a un péndulo que parece que olvidó su labor pendular y se quedó ya para siempre en el regazo del autoritarismo. O los demócratas rusos, para los que quejarse de que el péndulo no vuelve les puede llevar directamente a la cárcel. O los demócratas italianos, que llevan treinta años con un péndulo loco que gira para donde quiere y ahora mira hacia el fascismo como una mosca enamorada de una llama mortal. O a los propios madrileños, cuyo péndulo lleva sin moverse desde 1995 en su comunidad, extasiado ante la soberbia de quien no tiene más discurso que la chulería y el odio clasista. 

Los péndulos no existen en política. Y pensar que sí, que la política se rige por ciclos y que basta con esperar para que todas las opciones terminen teniendo su oportunidad, es negarse a ver la realidad para vivir tranquilos y ajenos desde el acomodo de nuestros salones burgueses, libres de responsabilidades. La política es movimiento impredecible, es un combate de ideas que se libra en muchos terrenos resbaladizos e impenetrables y en las arenas movedizas de la palabra y el activismo. Pero un breve vistazo a la realidad de los últimos veinte años basta para saber que quedarse esperando de brazos cruzados a que pase el chaparrón solo sirve para terminar calados hasta los huesos e indefinidamente. 

Ece Temelkuran lo sabe muy bien. Sus años de exilio en Zagreb hablan por sí mismos de un péndulo que para ella, y para millones de turcos, nunca acaba de volver. Y en este libro esperanzador nos habla de que sólo nos puede salvar la determinación feroz de preservar el diálogo con los que no piensan como nosotros y de crear belleza allá donde vayamos. 

Leer las palabras de Temelkuran es salir de la apatía que generan las redes sociales, con su polarización indiscriminada a base de odio y memes, y renovar la ilusión necesaria para seguir combatiendo la lógica perversa de la maquinaria política que lleva dos décadas generando miedo, confusión y desesperación en todo el mundo. «Ningún país es inmune a la paralizante plaga política y moral de nuestro tiempo». Y no sirve de nada quedarse de brazos cruzados esperando que nos pase por encima la ofensiva global contra el razonamiento y la dignidad básicas. 

Las últimas generaciones vivimos aplastadas por el presente, como si fuera una condena. Un presente de predicciones funestas y de unos logros que se ven empañados constantemente por una oposición feroz y ciega que se identifica con la totalidad de la población y solo lucha para tumbar a un adversario que considera ilegítimo. Y hay que recordar cada día todo lo bueno que nos ha traído hasta aquí y mirar hacia el futuro desde la imaginación transformadora. 

No somos lo que proyectan los políticos. No somos la indignidad diaria, la soberbia y la chulería. Cualquiera que esté en contacto diario con gente que no conoce se da cuenta: la inmensa mayoría de la gente es agradable y educada y está dispuesta a reaccionar con humanidad en las circunstancias más variadas. Aunque traten de contaminarnos a diario, y más en campaña electoral, con mensajes de odio, de inquina y de desprecio, la inmensa mayoría seguimos manteniendo intacta la dignidad que nos hace querer vivir juntos y respetarnos en lo esencial. 

Y de esto va la lucha. No de partidos políticos, ni siquiera a menudo trata ya de ideologías. Va de dignidad. De reclamarla y reivindicarla. Contra el conformismo y el derrotismo del "todos son iguales", elijamos la dignidad antes que el orgullo. "El orgullo divide a las masas entre "nosotros y ellos", mientras que la dignidad alude a un "nosotros" que no excluye a nadie". "La dignidad tiene que ver con una autoestima que no requiere ninguna evaluación externa, mientras que el orgullo está relacionado con el valor que nos otorgan los demás". 

Elijamos la confianza, también. Y nunca más tratemos como extraños a nuestros semejantes. De esto va la convivencia fructífera y el futuro. De tenderle la mano al frutero y dejar de llamarle "el moro" porque tiene nombre y apellido y una historia y un lugar a nuestro lado por derecho propio, y su acento y su origen y el color de su piel nos enriquecen demasiado como para convertirlo en excepción. De la necesidad de estar abiertos a lo inesperado y a lo nuevo, y no cerrarse con mil candados y alarmas como si el mundo exterior fuera en esencia amenazante. De estar abiertos para entender y ser entendidos. Para abrazar y ser abrazados y vivir cerca de los demás, porque la cercanía, a través de la palabra, desactiva la amenaza. 

Defender la dignidad necesaria para un futuro más justo es una necesidad física y emocional, y también política, para que la soberbia y el desprecio que fomentan la desigualdad nos reconozca como seres humanos. Todas las dictaduras han temido y prohibido que la gente se uniera. De la unión nace la rebeldía, la lucha y la posibilidad de liberarse del poder que nos quiere sumisos. Para desafiar al autoritarismo es imprescindible unirnos. Y para mantener la cordura y la alegría de vivir en estos tiempos desquiciantes, olvidémonos de péndulos y de metáforas anestesiantes que nos recluyen a todos en casa por separado y salgamos a la calle y a la vida juntos con la palabra armada para defender nuestra dignidad. 








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