martes, 27 de diciembre de 2022

DOLOR

Los libros se hablan entre sí. Se reconocen en el eco que provocan en nuestra memoria lectora, a menudo de una forma sutil que ni siquiera somos capaces de reconocer. Que yo sepa, este libro ha conversado en mi memoria lectora con Qué hacer con estos pedazos de Piedad Bonnett sobre la intensidad, la desesperanza y la voz interior atormentada de una mujer desesperada por encontrar un sentido a su vida. Y también ha mantenido sus charlas con Estado del malestar de Nina Lykke, en este caso sobre la incertidumbre de si tratar de recuperar un amor de juventud puede salvarte de tu decadencia o hundirte todavía más en ella. Me encanta hermanar literaturas tan diversas, desde Colombia a Israel pasando por Noruega, en vidas de mujeres marcadas por anhelos y fisuras tan parecidas. 

Zeruya Shalev, una de las escritoras actuales más importantes de Israel, escribe en esta novela sobre la insatisfacción crónica de una mujer en la cuarentena cuya vida ha quedado marcada por dos traumas: fue víctima de un atentado terrorista que le dejó secuelas físicas graves, y sufrió una ruptura amorosa en su adolescencia que la dejó postrada en cama durante semanas y de la que nunca logró recuperarse del todo. Su dolor físico crónico hace de reflejo de un dolor más profundo e indefinido. Un dolor que arrebata los cimientos de su personalidad y la deja a la deriva, flotando sin rumbo en una vida en la que no consigue encajar. 

Es una novela sobre el campo de minas que es a menudo la relación entre madres e hijos, en especial cuando estos ya están entrando en la vida adulta y reclaman con fiereza su independencia sin querer renunciar a sus caprichos de niños. Describe con una lucidez dolorosa los cuerpos de los hijos que se esconden de sus padres, que se tensan en los abrazos y se retiran demasiado pronto,  que se vuelven esquivos, indomesticados por sabe dios qué desconfianza. Cuerpos que se avergüenzan de un pasado en el que eran vulnerables y corrían ansiosos a los brazos cálidos que ahora rehúyen. 

Con prosa lírica, cotidiana y simbólica, Shalev se interna en los laberintos de un matrimonio que ha perdido la costumbre de tratarse con cariño. Ambos han descuidado año tras año el hilo de palabras que intercambian a diario y este se ha vuelto áspero, capaz de cortarles la piel de las manos cada vez que lo tocan. Se han vuelto tirantes, susceptibles. Sus diálogos son impacientes, se apremian con naderías, se crispan y anticipan problemas antes de que ocurran. Llevan tanto tiempo maltratando las palabras que intercambian que ya no saben cómo curarlas, como envolverlas de la suavidad necesaria para que no duelan. 

Me ha gustado mucho la prosa envolvente, circular, de frases largas que se enredan en madejas y van tejiendo la historia alrededor del cuerpo dolorido de una mujer que ansía por encima de todo paz y felicidad. Es una novela turbadora. Apasionada. También me ha recordado (otro diálogo inconsciente) a Feliz final de Isaac Rosa, por la descripción de un amor como un volcán en erupción, un fuego que da vida y alza hasta las nubes su gloria para después acabar con todo en una marea imparable de desolación. 

¿Qué hacemos con los traumas de los que no podemos hablar?
¿Qué hacemos con todo el dolor de los demás que cargamos a cuestas y que no nos deja espacio ni tiempo para atender al nuestro? 
Una mujer con dolor crónico físico y espiritual. Un médico especialista en cuidados paliativos. Una historia de amor truncada cuando estaba floreciendo. Y la voluntad loca y desesperada por coger esa flor rota y plantarla para que viva y florezca de nuevo. 




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