¡Cómo nos gustan las historias! Que nos las cuenten cuando aún no somos capaces de descifrarlas de entre el código escrito que las esconde; empezar a crearlas, de pequeños, en nuestros juegos con nuestros amigos, nuestros muñecos, nuestros coches de juguete, nuestros videojuegos; verlas en las pantallas grandes del cine y en las pequeñas de la televisión; leerlas si adquirimos el maravilloso hábito lector que nos lleva de viaje durante horas por mundos que vamos inventando gracias a la imaginación de otros...
Y precisamente porque nos gustan las historias, porque la vida no sería lo mismo sin las narraciones en las que nos zambullimos, creamos unas expectativas tan altas sobre lo que leemos o vemos. Por eso firmamos peticiones de Change.org para exigir que los guionistas de nuestra serie favorita cambien el final o nos indignamos si la trama no ha seguido el camino que habríamos deseado, el que habíamos ya hecho nuestro. Porque recibir historias como sujetos pacientes hace que finalmente acabemos convirtiéndonos en sus creadores.
Con todas las novelas que tienen un punto controvertido o van en contra de lo políticamente correcto ocurre como con esas series cuyos guiones se quieren cambiar. Con Vozdevieja, quizás los lectores esperen que su protagonista sea de otra manera, no se la creen o se indignan cuando la irreverencia lo inunda todo. Sin embargo, la irreverencia de Vozdevieja es lo que a mí me cautivó desde que empecé a leerla.
He de decir que siento predilección por las historias de niños, esas que los expertos denominan novelas de formación y en las que los lectores somos testigos de la evolución de los personajes. En pocas ocasiones ese personaje es una niña, así que ¡bien! Cuando empecé a leer esta novela pensé que además de estar ante uno de mis géneros favoritos, me identificaría más fácilmente con su protagonista, Marina.
Marina y yo, sin embargo, tenemos, a simple vista, muy poco en común. Y eso es lo que me atraía aún más de esta novela: ir descubriendo mi propia infancia casi olvidada, o idealizada, o pasada por el filtro del recuerdo adolescente o adulto gracias a los ojos de Marina, a esa narradora gamberra y a la vez reflexiva. Porque ese es uno de los grandes hallazgos de esta novela: la mezcla de tonos. El humor y la ironía de carácter escatológico (una niña obsesionada con cagar y con el porno), el registro coloquial (casi vulgar) del habla de la calle en la Sevilla del verano del 93, la reflexión sobre la enfermedad, las relaciones familiares y la pérdida constituyen un totum revolutum delicioso en el que quedarse a veranear de por vida.
Además del humor, que se escurre a raudales de entre las páginas de este libro, me gusta mucho su ambientación: ese verano tórrido y seco, los días de playa en Marbella, la vuelta al edificio de hormigón de Sevilla, las noches jugando “a la fresca”… Aunque sigue la línea de otras novelas clásicas sobre el paso de la infancia a la adolescencia o la adultez, Vozdevieja le ofrece al género la chispa de perversión que les falta a los otros. Contrapone esa inocencia que damos por hecho en la infancia con la picardía de su personaje, que combina a la perfección además con su carácter de repipi y niña buena ante los ojos del mundo.
En la complejidad de este personaje, Marina libra una batalla interior consigo misma: atreverse a hacer lo que desea o huir de las situaciones que le plantean algún conflicto. Y en esa batalla que libra la acompañamos y, de alguna manera, crecemos con ella. A pesar de que en nuestras expectativas de lectores con una larga experiencia en la vida, las niñas de nueve años no puedan obsesionarse con el sexo o no puedan filosofar sobre la vida y la muerte.
Enhorabuena, Elisa Victoria, por haber creado un personaje tan rico en sus contrastes y que nos ha enseñado a tirar por tierra nuestras ideas preconcebidas sobre la infancia, etapa que en el fondo no recordamos con nitidez, sino que hemos reconstruido e idealizado gracias a las miles de historias que en nuestra vida como consumidores de narraciones hemos disfrutado.
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