Hay un libro que José Saramago escribió antes de convertirse en el escritor de renombre que fue. Ninguna editorial se lo publicó y cuando su éxito le habría permitido publicarlo, decidió no hacerlo. Así que fue Pilar del Río, su mujer y cuidadora en los últimos años de su vida, quien póstumamente lo publicó. Aunque he leído poco sobre aquel libro y parece que no trascendió demasiado, a mí me maravilló por su sencillez y el retrato humano de sus personajes. Se llama Claraboya.
En La vida de las paredes, de Sara Morante, también hay una claraboya, y una escalera de vecinos y personajes inquietantes y secretos de familia. Por eso me recuerda a la novela de Saramago. Y me parece que encontrar a una autora contemporánea cuya obra recuerde la de un grande del siglo pasado es un tesoro que no hay que dejar escapar. La vida de las paredes es una galería de personajes extraños y a la vez muy comunes con los que saciar el apetito de vidas ajenas y de voyeurismo que a todos nos entra en algunas ocasiones. Comienza con su catálogo de personajes, desde los porteros hasta el artista que huye y deja sola a la Musa. La familia anodina y convencional que guarda un secreto en las fotos colgadas del salón podría ser la que vive pared con pared con nosotros. Y la joven costurera que sufre el hambre y la soledad podría haber sido cualquiera de nosotras en otro tiempo de escasez y desigualdades. Los retratos tienen un punto de caricaturescos, como todo buen retrato que se precie, pero son tan reales que a veces dan miedo. Mientras leía este libro, observaba detenidamente las paredes de casa, tratando de encontrar mirillas indiscretas que tapar con cinta aislante, y preguntándoles en silencio qué vidas habían vivido antes de la nuestra; qué Luisas y Emilios y Cármenes y Vicentes habrían fantaseado en ellas, qué Bertas habrían yacido con amores prohibidos sobre la tarima de madera clara.
El libro es, nada más y nada menos, el diario de un vecindario, con sus ruinas, sus enajenaciones, sus secretos de familia y sus perversiones. Me gusta especialmente el toque de surrealismo que le da Emilio y su obsesión por las gárgolas, esos seres que dotan de aún más vida la escalera de vecinos. Me gusta porque me evoca otro tiempo y otras preocupaciones; me arraiga a la casa que ellos habitan a través de la mía. Y hace que entienda el sentido de pertenencia que parece que actualmente tenemos olvidado.
La novela se enriquece –y no sería lo mismo si no lo tuviera- gracias a la generosidad de las ilustraciones, también de la autora, gracias a la calidad del papel, a los tonos que Sara emplea para alcanzarnos una realidad grisácea y tristona, a los detalles como su separador de raso rojo o la maravilla de su cubierta, injustamente tapada por una sobrecubierta con otra de las ilustraciones interiores. En fin, una obra de arte desde fuera hasta dentro.
Ha sido maravilloso leer esta novelita como cuando era niña, mirando las imágenes, recreándome en esos ojos grandes y brillantes que tienen los personajes de los dibujos de Sara Morante. Y también acariciar la textura del libro que desde su tapa ya invita a la indiscreción.
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