jueves, 6 de agosto de 2015

UN HOMBRE ENAMORADO

Existe un pacto implícito entre escritor y lector, un pacto extendidísimo en la literatura actual (no así en la del siglo diecinueve y principios del veinte) que viene a decir lo siguiente: yo, como escritor, puedo llevarte a dar un paseo por un bosque durante treinta páginas o tenerte clavado a la silla en una cena con gente insoportable más de la mitad de mi novela pero tú sabes que nada es gratuito, que cualquier aparente trivialidad va a tener un significado importante y, a la larga, se convertirá en una pieza clave para entender el conjunto de la historia.

Toda buena novela suele estar construida a base de piezas más o menos pequeñas que, a medida que va avanzando la historia, se van ensamblando hasta constituir un todo con sentido. Ese episodio un poco tedioso del principio lo leemos con paciencia porque sabemos que en algún momento tendrá un papel decisivo, saldrá a escena y brillará con luz propia bajo otra perspectiva. De alguna manera, trascenderá su propia insignificancia. 
Es un pacto implícito que damos por hecho. Hoy en día, la mayoría de los buenos escritores lo cumplen, cada uno a su manera. 

Pero Knausgard no. 
Knausgard rompe el pacto. En sus novelas, todo es significativo en sí mismo. Cada detalle, cada escena cotidiana, cada digresión filosófica o literaria parecen piezas de un puzle que nunca van a encajar, piezas sueltas, sin conexión aparente entre ellas. La sensación al llegar a la página sesenta es de extrañeza: ¿qué estoy leyendo? Un hombre agobiado por la carga de sus tres niños pequeños, echando pestes de su paternidad y permanentemente enfadado con su mujer. Vale, ¿y qué significa? Pues nada. Lo mejor es que no significa nada más que lo que te está contando. Y al mismo tiempo, al internarte más profundamente en el bosque extraño de la novela, te das cuenta de que todo tiene sentido, de que todo forma parte de un conjunto coherente y global que funciona a la perfección, con todas sus digresiones y mínimas anécdotas. 

No tengo muy claro cómo lo hace. Quizá sea la irresistible fuerza gravitatoria de la primera persona, ese yo-escritor desnudándose y desnudando a sus seres más cercanos, que convierte cada escena en algo lleno de significado. No lo sé. Pero lo que está claro es que la fascinación que es capaz de ejercer con cada detalle trivial de su vida es abrumadora. Y no saber cómo lo hace es quizá una parte importante de la adicción que genera.

Creo que a la hora de escribir un libro autobiográfico, un escritor se enfrenta a dos cuestiones fundamentales: dónde poner el límite del pudor y qué distancia adoptar entre el yo real y el yo narrador. Después de haber leído este libro, me pregunto si Knausgard de verdad se ha puesto una línea roja sobre lo que iba a contar y lo que no. No lo parece. Su vida, exterior e interior, está descrita con una minuciosidad tan apabullante, y a la vez con una inocencia tan transparente, que uno tiene la sensación de ver a través del personaje, de ser el espectador privilegiado de sus más íntimos secretos, glorias y miserias. Pero lo que más me asombra es cómo logra, aparentemente, fusionar el yo real con el yo narrador. Nunca podremos saberlo, pero no parece haber distancia ninguna, el narrador vive pegado a sus vivencias, pegado a su historia, son todo uno, su historia y él mismo. 

¿De qué trata este libro?, me preguntan. Pues no sé, la verdad, les respondo. De todo y de nada. ¿De qué trata una vida? Es la historia de una voz, de un hombre de treinta y cinco años que se enamora, tiene tres hijos y camina permanentemente por el borde de su propio abismo, debatiéndose entre su necesidad de amor y su deseo de soledad. Es la historia de la construcción de una identidad, de una vida, de la mirada de un ser humano sencillo que tiene una historia compleja que contar. Y ante todo, es la historia de alguien que se sienta ante una mesa y, simplemente, escribe. 


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