La hija mayor se ha llevado Fray Perico de la Mancha (lectura obligada de cole) y, como hacemos siempre, le he metido un punto de lectura en la primera página. Al verlo, la pequeña, de tres años, se ha enganchado a la falda de su madre, timidísima y sonriendo con ánimo seductor, diciendo muy bajito: yo también quieo unoooo. Y su madre: pues pídeselo a Óscar, venga, díselo por favor.
La miro.
Me mira.
Duda.
Hace una caída de ojos que ni Marilyn Monroe.
Me parto de risa por dentro mientras mi sonrisa cálida le da ánimos.
Me mira.
La miro.
Y se lanza:
¿Me... me das un patapáginas, pofavor?
...
Parpadeo: ¿un qué?
Con la voz diminuta diminuta: un... un... un pata... un patapáginas.
...
Claro, mira, aquí tienes un patapáginas de gatos azules, igualito al de tu hermana.
Y cuando ya se iba, toda contenta, se iba metiendo el patapáginas por el cuello del abrigo, diciendo: mira mamá, mira, ¡soy un libro!
(Dedicado a la niña del patapáginas
y a la amiga al otro lado del ordenador
que alimenta mi ilusión por las cosas bonitas
y me recuerda que la librería, a veces, es el mejor lugar del mundo).
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