lunes, 23 de diciembre de 2013

EL MISTERIO DEL COMISARIO RICCIARDI

Ya tenemos a la ciudad de Nápoles vestida de todos los colores de las estaciones: tiritando empapada bajo el precario refugio de un portal, floreciendo en la canción a pleno pulmón que sale de la boca roja de una joven lavandera, buscando con una sonrisa explícita el huidizo frescor de la sábana donde prolongar sus juegos de amor, y por último, petrificada de frío en los ojos sin vida de un pobre niño de la calle. El invierno, la primavera, el verano y, ahora, El otoño del comisario Ricciardi, completan el ciclo anual de los casos de este joven inspector que se ha convertido en mi gran amor literario de la literatura policíaca.

Debo reconocer que, hace año y medio, cuando empecé a leer El invierno..., la primera impresión fue de desconfianza. Me gustaba irme hasta el Nápoles de 1931, con su Mussolini y su miseria, me gustaba el lenguaje depurado y melancólico, me gustaban la sencillez y la elegancia del estilo, pero ¿un comisario que tiene el don, o la maldición, de escuchar las últimas palabras de los que han sufrido una muerte violenta? ¿Escucharlas eternamente, cada vez que pasa por el lugar de la tragedia? Para que te tragues algo así tienen que darte algo a cambio, no puede ser gratuito. Es una apuesta arriesgada la del escritor que se atreve a presentarte semejante incongruencia. Apela a tu imaginación, a tu capacidad de soñar, de dejar de lado tu diario materialismo y abrir los ojos a la magia, a lo que no tiene nombre y desbarata tu percepción de las cosas. Apela a las corrientes subterráneas del instinto, a lo que vive en cada uno de nosotros en permanente huida, y que se resiste a ser explicado. Y tiene éxito. Al menos conmigo lo tiene, venció mi resistencia en unas quince páginas y desde entonces me tiene totalmente a sus pies, rendido a las voces moribundas que guían sus pasos y tatúan su vida de tragedia. Entiendo que la apuesta de Maurizio di Giovanni, como toda seducción, es imperfecta, y haya gente que se cierre en banda a la posibilidad de cierta magia en la literatura. Que retire, espantada, todas sus fichas de la partida y no se juegue ni medio céntimo a la jugada de Ricciardi. Yo, si se trata de magia, peco siempre de imprudente y desde aquel inicio de El invierno..., todas mis fichas son suyas.

No es habitual encontrar una belleza musical en la técnica narrativa. Y no me refiero solamente a la sonoridad de las frases o al tintineo de ciertos adjetivos. Es un belleza pulcra y sencilla, despojada de cualquier artificio, que transmite una melancolía lírica sin estridencias, como un aria popular italiana cantada con sentimiento por una joven lavandera. Y esa musicalidad está también presente en la armonía al enlazar los capítulos, en los paralelismos y en las repeticiones, en la sutil simetría de las frases que hace que la historia fluya sin esfuerzo alguno. La fluidez en las novelas me parece un logro superlativo. Me cuesta mucho encontrarla y cuando lo hago, suele ser en escritores relativamente desconocidos o de género, como Stephen King o Amor Towles, o en clásicos de principios del siglo XX, como Edith Wharton o Irène Némirovsky. La mayoría de los libros que leo, incluyendo los libros que más me gustan, parecen estar escritos a trozos. Sé que esto es una perogrullada, nadie escribe un libro del tirón. Pero la magia de la fluidez está en conseguir que lo parezca. Esa maravillosa sensación de que el escritor se ha sentado en su confortable silla, ha sonreído, convencido del poder de su historia, ha alzado elegantemente los brazos y se ha puesto a escribir sin dudar, de un solo trazo, hasta terminarlo. Crear esa ilusión de continuidad me parece algo admirable y raro, y creo que Maurizio di Giovanni tiene esa capacidad.

Hay muchos temas en estos cuatro libros. Hay una infinita compasión por los pobres, por los indefensos de la violencia cotidiana, por los muertos olvidados y sepultados por toneladas de pasiones repetidas. Compasión, también, por el amor asustado que se alimenta de miradas por la ventana, sueños indecisos y tímidas pasiones imprudentes. Hay una brutalidad sistemática por parte del régimen fascista, que corrompe y envilece jugando con el miedo de los que aún tienen algo que perder. Hay también un cinismo contestatario e imprudente que no sabe callarse la rabia y la amargura, que es capaz de cultivar, en la soledad de la noche, una integridad furiosa más poderosa que el terror.

Y hay, sobre todo, un misterio: el propio comisario Ricciardi. Detrás de sus ojos verdes y helados, que parecen ver siempre más allá de las cosas y las personas, se esconde un secreto, algo que los lectores no sabemos, que el propio personaje desconoce y, lo que es mejor, que ni siquiera el autor es capaz de controlar. Es un misterio que se insinúa en su forma de moverse, en su cabeza siempre descubierta en medio de la multitud de sombreros, en su obstinación de permanecer a la intemperie, tanto física como emocional, en lo que desea y lo que teme, en lo que no se atreve a confesarse, en su reticencia y en su elegancia, en lo que intuimos. Y esa es la verdadera fascinación de los libros, el vértigo de su adicción: apela a un misterio interior propio que no soy capaz de descifrar y cuyo poder, con cada parcial resolución de los casos, no hace más que intensificarse. Y mientras tanto, yo sigo arrastrando el montón de mis fichas a su lado de la partida: sé que, salga lo que salga, con Ricciardi siempre gano. 


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