
Y me ha entusiasmado. Obviamente, este libro no pretende estar a la altura de 22/11/63, ni por la forma ni por la elaboración ni por la pasión con la que el autor aborda el tema. Frente a los fuegos artificiales (y apocalípticos) de 22/11/63, Joyland es un libro más doméstico. Más humilde. Y también, quizá, más inmediatamente conmovedor. Hay escenas preciosas, como la sensación que experimenta Mike, el niño enfermo, sentado en su porche, cuando su cometa empieza a tirar de sus manos y él va poco a poco soltando el hilo, liberando las ganas de volar de su cometa a la vez que sus propias ganas de ser libre, de volar, de librarse del peso extremo de la gravedad que le aplasta contra el suelo de su enfermedad. O cuando el beso de despedida de Erin, la mejor amiga de Devin, el protagonista, se desvía de las mejillas ofrecidas y se convierte en un instante de feliz perplejidad, un bonito final que, meses antes, y en otras circunstancias, habría sido el preludio de la mejor historia de amor.
Y luego, por supuesto, llega el misterio. Porque tenemos el fantasma de una chica asesinada, un asesino suelto que siempre esconde la cara para las cámaras, un viaje en la gran noria que se convierte en una pesadilla, una Casa del Terror con memoria propia, y todo ello en Joyland, el mundo de la diversión, donde toda la felicidad es posible.
Me quedo con lo mejor de Stephen King: su maravillosa fluidez al contarme una historia, la bendita capacidad de seducirme, impactarme, emocionarme, intrigarme y entretenerme de la manera más transparente y ligera.
Pues habrá que volver a leer a Stephen King y como decía Roncagliolo hasta proponerlo como candidato al Nobel, no sé si será demasiado. Después de leer a Munro, el Nobel de este año y reconocer su calidad literaria necesito reivindicar la amenidad en la literatura, imprescindible para mí que un escritor me atrape con sus historias, además de ofrecerme la cualidad indispensable de un lenguaje bien construido, incluso lírico como es el de Munro. Leeré de nuevo a King...
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