
Hay ciertos libros autobiográficos que son más potentes que cualquier historia inventada. Tienen una fuerza oculta, su lectura me produce siempre una conmoción mayor. Recuerdo ahora el libro de Delphine de Vigan Nada se opone a la noche, una investigación implacable de los secretos familiares en busca del origen de la enfermedad que llevó a la madre de la autora a la locura y al suicidio. Esquirlas me ha recordado un poco a esa escritura compulsiva, esa necesidad de buscar respuestas, de hurgar en lo más recóndito de uno mismo obedeciendo a un imperativo biológico. Ambos son libros valientes y líricos, desorientados y dolorosos, escritos con el ansia de lo inevitable.
Ismet Prcic nació en Bosnia en 1977 y los primeros obuses empezaron a caer en su barrio de Tuzla cuando tenía quince años. En apenas unos días, la guerra dividió su país en serbios resentidos y coléricos por un lado y bosnios incrédulos y atemorizados por el otro, y convirtió, con su brutal rutina, las situaciones más demenciales en una frágil normalidad. Toques de queda, bombardeos, asesinatos clandestinos, y además de todo lo obvio, la guerra también era saltarse las clases, esquivar los perros famélicos y amenazantes para pasar toda la mañana sentado en un banco abrazado al menudo cuerpo de Asja, pasear por calles con los escaparates rotos por la metralla y reír ante el teatro absurdo y macabro en que se convierte una ciudad agujereada y sitiada después de muchos meses.
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Ismet Prcic |
En 1995 la guerra estaba a punto de acabar pero nadie podía preverlo. Citaron a Ismet el 15 de septiembre para empezar su servicio militar, para entrenarlo y rápidamente mandarlo al frente, a una barbarie inimaginable. Y ante la oportunidad de emigrar a California, donde vivía su tío, y poder estudiar en la universidad, no se lo pensó dos veces. El relato de ese periplo es electrizante, digno de la mejor novela de suspense, con su primer amor abandonado, su interrogatorio policial, su fuga, su visado caducado, su ambigua condición de refugiado de guerra, su bella salvadora, su nuevo amor imposible y la adrenalina del primer vuelo transoceánico a la libertad.
La risa es algo continuo en el libro, la risa para ahuyentar la tragedia, la tristeza o la melancolía, esos lugares tibios e intermedios donde languidecen las pasiones comunes. Este libro hierve o se congela, no tiene término medio. En todo momento está presente el horror de la guerra que genera miedo, locura, insomnio y aflicción, combatido con la risa inagotable del autor, una risa contagiosa y estridente, y a menudo terrible. Una risa que lo ilumina todo con su frescura y su oscuridad, que muchas veces no tiene nada de divertida ni de alegre, y que ejerce un magnetismo irresistible.
La historia no es nunca complaciente ni blanda, pero sí profundiza en una fragilidad determinada: la de las cosas que se rompen para no volver a recomponerse nunca, como la convivencia en Bosnia, la cordura de la madre de Ismet, la inocencia del primer amor adolescente, la esperanza de encontrar lejos de su hogar otro hogar más amable, menos vulnerable, menos enloquecedor.
La impresión que me queda al terminar de leer es la de un libro bello y desconcertante, por momentos extraño, descaradamente joven y vital, escrito para atrapar la realidad cambiante de los sueños y poder fijarla en la pared con palabras duras y afiladas como chinchetas. Para dejar de verse desde fuera constantemente, como desde una personalidad desdoblada, y poder reconocerse y volver a meterse en su piel suavemente, sin brutalidades. Para que la vida no se diluya en la locura de los recuerdos. Para que deje, al menos por unos momentos, de coger velocidad en una espeluznante y frenética huida cuesta abajo, precipitándose hacia el vacío del pánico.
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