jueves, 17 de octubre de 2019

ELOGIO DEL OLVIDO

"Aquellos que no pueden recordar el pasado están condenados a repetirlo". 
Esta frase del filósofo George Santayana es el argumento de base de todos los que defienden la necesidad de ejercitar la memoria histórica. Es una frase famosa que genera un consenso casi universal, la típica frase de pancarta bajo la cual se pondrían gustosos políticos de casi cualquier ideología. Pero, ¿y si la frase fuese mentira? ¿Y si recordar el pasado no sirviera para evitar reproducir sus crueldades? 

Después de la segunda guerra mundial muchos pensaron que si la memoria de lo ocurrido pervivía, nunca más volvería a suceder. Pero Auschwitz no nos vacunó contra los genocidios: los jemeres rojos en Camboya y los hutus en Ruanda reprodujeron ese mismo horror sabiendo lo que hacían. También muchos pensaron que la memoria de lo ocurrido con los fascismos en Europa nos prevendría contra la amenaza de la extrema derecha, pero en los últimos diez años cada vez hay más memoria histórica y cada vez hay más neofascismo en toda Europa. 

David Rieff parte de la idea de que la frase de Santayana es una falacia. Recordar no sirve para prevenir, porque el pasado no se repite nunca de la misma manera. Y añade que, por otro lado, recordar constantemente el pasado puede influir negativamente en la percepción del presente, añadiendo sin cesar amenazas que se corresponden más con el miedo a una hipotética repetición de horrores que con una amenaza real. 

La memoria histórica busca justicia. Y es necesaria, ni siquiera David Rieff lo pone en duda. "Cuando sea posible, ha de permitirse que las sociedades recuerden, siempre que el recuerdo no engendre nuevos horrores". Porque es evidente que la memoria puede convertirse con suma facilidad en un instrumento para sembrar el odio. Basta echar un vistazo al auge de los nacionalismos en los últimos quince años para entender lo dañinas que pueden ser ciertas memorias históricas cuando sirven para perfilar identidades nacionales. Hay pocas cosas que incendien una sociedad con mayor violencia que la idea de una ofensa a la identidad colectiva y la necesidad de repararla por la fuerza. 

La memoria histórica busca justicia. Pero a veces hay que elegir entre la justicia y la paz. Renunciar a la justicia para conseguir la paz sólo se puede hacer renunciando, aunque sea durante un tiempo (años, décadas) a la memoria histórica. Es decir, apostando por el olvido, aunque sea temporal. Decenas de miles de nazis alemanes nunca fueron juzgados por sus crímenes, no porque se escondieran sino porque la Justicia decidió que eran demasiados para juzgarlos; la transición española funcionó gracias al famoso pacto de olvido, hoy tan denostado; y Mandela acabó con el Apartheid dando la mano a sus perpetradores, no llevándolos al banquillo de los acusados. En los tres casos se consiguió una paz duradera renunciando a la memoria. Renunciando a la justicia. Lo cual no implica que, pasado un tiempo, no pueda recuperarse esa memoria dejada de lado para buscar esa justicia perdida, si las sociedades están preparadas para ello. 

Toda memoria, individual y colectiva, es una reconstrucción parcial e interesada en influir en el presente. Sólo recordamos lo que nos interesa recordar y de la forma en que nos interesa recordarlo. A menudo la memoria nos condena a vivir en el dolor de nuestros traumas, alimentando la violencia que ese dolor exige para ser reparado. Y pensamos que recordar es la única forma de sanarnos, cuando en tantas ocasiones es el olvido el camino más rápido y seguro. 

Algo dentro de nosotros salta cuando nos dicen que olvidemos. ¿Cómo vamos a olvidar al abuelo asesinado, enterrado de cualquier forma en una cuneta? ¿Cómo vamos a olvidar a aquel torturador que sigue en libertad, cobrando su pensión? ¿Cómo vamos a olvidar los seis millones de judíos asesinados en la guerra o los miles de palestinos asesinados por no pertenecer a la raza prometida? 


David Rieff

El olvido comete una injusticia con el pasado. Sin duda. Pero hay ciertas memorias que se estrellan una y otra vez contra la realidad y no hacen más que generar violencia y volvernos locos de dolor. No nos ayudan, no aportan consuelo, no consiguen ningún tipo de justicia y cuando lo hacen, esta no calma nada ni sienta ningún precedente ni ayuda a ninguna reconciliación. 

Si el olvido comete una injusticia con el pasado, a veces recordar comete una injusticia con el presente. Y no queda sino preguntarse, ¿merece la pena?



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