lunes, 7 de octubre de 2019

DESPUÉS DE MIL BALAS

Una señora vivaracha y sonriente se acerca al mostrador y hace un comentario agradable sobre la librería. Le respondo y de inmediato se establece entre nosotros ese vínculo amable y civilizado que nos define como seres humanos. Elige un libro, saca la cartera. Mientras esperamos a que salga el comprobante de la tarjeta, rompe varios papeles y los deja en el mostrador haciendo un gesto para que yo los tire a la papelera. Saca un periódico de una bolsa y envuelve con él el libro que ha comprado, y al mirar la foto de una noticia, ya a punto de salir por la puerta, suelta: "otro moro". 

Mientras a mí se me cae la sonrisa a los pies, pienso que eso mismito debían de decir los serbios cuando leían la prensa durante la guerra de los Balcanes. Todos los males siempre venían de los "moros", de los bosnios, del enemigo. Habían abusado tanto de su querida memoria histórica, esa que hablaba de humillaciones legendarias allá por 1389 o 1453, que ya no distinguían el mito de la realidad y veían demonios de intenciones malvadas en seres humanos con los que habían convivido toda su vida. Abusar de la memoria histórica para forjarse una identidad colectiva excluyente es extremadamente tentador. Nadie estamos a salvo de ese virus. Ni siquiera las señoras vivarachas y sonrientes. 

Si todos sabemos algo de la guerra de los Balcanes es a través de la imagen de la ciudad de Sarajevo bombardeada durante más de tres años por las tropas serbias. En todos los informativos de la época se la presentaba como la principal víctima de la contienda, gloriosa ciudad multiétnica, orgullosa de la convivencia pacífica de sus habitantes. Y a mí, desde que conocí hace años algunos de los poemas que incluye esta antología titulada Después de mil balas, me gusta imaginármela habitada por gente pacífica, generosa, melancólica, irónica y sencilla: gente como Izet Sarajlic, que vivió los tres años de cerco en sus calles y escribió una poesía hermosa hasta las lágrimas para dejar constancia de que la vida siempre gana a la barbarie. 

No sé qué música concreta asociaría con estos poemas. Me viene la tentación de algo fúnebre, pero aunque el contexto sea a menudo trágico, no es ese el tono de esta poesía. Pienso quizá en un violín solo. O mejor aún, una viola, con su resonancia más grave, más profunda. Una viola resonando en las paredes agujereadas por la metralla, cantando en los coches sin cristales aparcados para siempre en ciertas aceras. Un solo instrumento tocando una melodía sencilla y profunda en un mundo que se desmorona. Así me imagino la poesía de Izet Sarajlic. Una poesía que abrigue en la oscuridad y que proteja del virus de los nacionalismos, y de cualquier abuso indiscriminado de nuestras memorias históricas. 



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