lunes, 22 de julio de 2019

TELEFÓNICA

"¿Cuál es el coste de las mentiras? No es que vayamos a confundirlas con verdades. El peligro es oír tantas que ya no reconozcamos la verdad. ¿Qué hacemos entonces? ¿Queda algo que no sea abandonar la esperanza y contentarnos con cuentos? En los cuentos da igual quiénes sean los héroes. Lo único que importa es saber quién es el culpable". 

Así empieza el primer capítulo de Chernóbil, la serie de HBO que está triunfando este verano. Trata sobre el famoso accidente en la central nuclear soviética, sobre las terribles consecuencias para la gente que se vio expuesta a la radiación, pero sobre todo trata sobre el control de la información, la censura y la manipulación de los hechos. Podría tratar también de hoy en día: sin ir más lejos, por ejemplo, de lo que están haciendo ciertos políticos con Madrid Central estas últimas semanas. Y podría tratar, sin duda, de lo que ocurrió en el edificio de Telefónica durante la guerra civil española. 

Cuchicheos, tensión, trajín constante. El miedo y la excitación vibran en el aire de cada pasillo. Los cristales vibran, el suelo se estremece, el frente ya se encuentra a dos kilómetros en línea recta. Periodistas, funcionarios, telefonistas, militares y refugiados de toda condición entran y salen por las grandes puertas que dan a la plaza. Todos confían en la solidez de esas paredes, de ese edificio, el más alto de toda España, blanco de todos los junkers que atruenan el cielo de Madrid: la Telefónica. 

Al igual que en otros textos escritos con urgencia, como los artículos de Chaves Nogales sobre la defensa de Madrid, o el clásico La forja de un rebelde, de Arturo Barea, marido de la autora, Telefónica describe una ciudad a punto de capitular, cercada por todos los frentes, con el gobierno huido en Valencia, desmoralizada por los bombardeos, que sin embargo resiste, día tras día, como si cada uno fuera el último. Pero, en este caso, todo se centra en la vida hormigueante de ese edificio, símbolo de la resistencia a los sublevados, y en el día a día de los reporteros extranjeros, escribiendo sus comunicados, artículos, reportajes, tratando de encontrar palabras para describir ese infierno inimaginable que puedan entender los tranquilos burgueses de Nueva York, Londres o París.

Allí confluyen periodistas de todo tipo recién llegados a la capital. Los que en pocos días abrazan el compromiso con la causa republicana porque se niegan a aceptar la guerra como rutina comparten mesa con los que van simplemente a por la anécdota más jugosa (o más macabra) que haga triunfar su crónica. Y es que es difícil ver las cosas claras a través de tanto caos. Bombardeos, asesinatos, represión, paseos. La muerte viene de fuera y de dentro. Es una espiral de violencia de la que nadie puede escapar. 

Me ha encantado el pequeño remolino de personajes entrando y saliendo de la Telefónica, con la línea del frente a quince minutos a pie y las bombas marcando el ritmo de las horas. Me maravilla cómo la autora cambia de punto de vista al cambiar de personaje, cómo me ha hecho ver la ciudad y la tensión del momento a través de los ojos de ascensoristas, guardias, reporteros, el comandante del edificio y su mujer, impaciente ella por escapar a Valencia y alejar a su marido del peligro de la guerra y de los brazos de su amante. 

Y es que no todo son bombas en esta novela. También hay amor. Celos, muchos celos. Y una mujer, trasunto de la autora, que llega a Madrid como censora sin apenas hablar español y no duda en enfrentarse al machismo de los que dicen que su trabajo no es cosa de mujeres y que un hombre y una mujer no pueden vivir una relación amorosa en igualdad de condiciones, sin posesión ni sumisión ni miedo al qué dirán. Una mujer dispuesta a desafiar al mundo por una causa que considera justa. Dispuesta a desafiar a las mentiras y su rutina para no abandonar la esperanza y contentarse con cuentos. 



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