La corrupción está en todas partes: en los partidos políticos, en las grandes empresas, en los premios literarios y en las novelas que premian (en especial en el género policiaco, que siempre encuentra en las miserias sociales materiales óptimos para sus tramas). La corrupción siempre ha estado ahí, parece que es una lapa venenosa que se pega a la pantorrilla de cualquiera en el momento en que accede a cierto grado de poder.
Desde el Judas de la Biblia hasta esta adaptación de la joyita de Tolstói, pasando por el Avaro de Molière y la Celestina, la historia de la literatura ha dejado innumerables ejemplos de personajes cuya avaricia les lleva a la tumba. Es una de las preguntas fundamentales que la filosofía debería hacerse: ¿por qué el ser humano, sean cuales sean su época o condición, es capaz de sacrificar su vida para conseguir riquezas que nunca podrá gastar? Y no hace falta tener mucho poder ni mucho dinero. Ni Scrooge ni Pajom, el protagonista de este cómic, tienen mucho más de lo que necesitan. Pero han nacido con el virus de la ambición y en las noches blancas se alimentan del sueño de llegar a poseer más de lo que tienen con el fin de ser más de lo que son. Los bienes materiales como cuantificadores de la identidad: filósofos del mundo, ya tenéis un título para empezar.
En El Hambre (Anagrama), Martín Caparrós cuenta cómo los brokers que especulan con bonos de compañías alimenticias no tienen conciencia de estar haciendo nada malo. Sus operaciones pueden modificar el precio del grano en el África subsahariana pero, eh, es la ley del mercado. Tampoco en España parece que la corrupción a gran escala provoque un rechazo generalizado: más de la mitad de la población vota a partidos que llevan décadas saqueando las arcas públicas y sus gestas se ven como un mal menor, o incluso con cierta envidia por la "picaresca" necesaria para entrar en política para forrarse, conseguirlo e irse de rositas.
La cárcel no disuade a casi nadie. La avaricia, como el amor, es ciega, y sólo se deja llevar por lo que brilla en la palma de la mano. La muerte disuade aún menos. Al menos a nuestro protagonista no le quita el sueño. Se le ha concedido la posibilidad de conseguir tanta tierra como pueda recorrer andando desde el amanecer hasta el anochecer, con una sola condición: si no regresa al punto de partida antes de que se ponga el sol, perderá todo lo que ya tiene. Hacerse rico está al alcance de sus pies. Y de su prudencia. Pero, ¿quién quiere ser prudente cuando se puede ser un gran terrateniente?
Tolstói escribió esta parábola intemporal sobre la ambición del ser humano en 1886. Esta fantástica adaptación al cómic por Martin Veyron se lee en poco más de media hora y retrata a la perfección tanto las precariedades de los que apenas tienen nada como el resultado de la ambición desmedida cuando se la desata de la realidad. A más de un político actual le vendría muy bien un poco de filosofía y realidad tolstoianas, y de paso enterarse exactamente de cuánta tierra necesita un hombre.
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