lunes, 25 de mayo de 2015

LAS BUENAS INTENCIONES

Las buenas intenciones. Sí. Qué de cosas hacemos con buena intención. Y cuántas no salen como habíamos planeado. Cuestión de perspectiva, supongo. De ceguera, de proyecciones. De miedo, a veces. De amor, casi siempre. 

Eric Schroder es un niño de seis años muerto de miedo. Su padre acaba de sacarlo de casa con lo puesto para cruzar a la zona oeste de la ciudad. Y eso, en el Berlín de 1976, era una heroicidad. Está muerto de miedo porque le preguntan por su madre. Y él sabe que tiene que responder que está muerta. Al otro lado del muro. A quinientos metros pero a toda una vida (y una muerte) de distancia. Muerta, aunque le haya servido el desayuno esa misma mañana con la sonrisa distraída de siempre. Aunque sepa que no, que no puede ser. Su madre está muerta. Su vida está muerta. Y dentro de unos años, en la barriada de Boston donde pasará la adolescencia, cuando su nombre alemán se le vuelva insoportable, matará su identidad para convertirse en otra persona. Eric Kennedy será mejor que Eric Schroder, más listo, más capaz, más preparado para triunfar. Eric Kennedy ganará mucho dinero vendiendo casas, se casará con una mujer preciosa, tendrá una hija inteligente y será feliz. Y cuando la felicidad se esfume y su mujer ya no le quiera, Eric Kennedy se vendrá abajo, como cualquier persona que ha recibido una petición de divorcio, pero luchará, porque no puede prescindir del amor de su hija pequeña, luchará hasta la locura, hasta la desesperación, hasta llevársela de viaje un sábado y no devolvérsela a su madre el domingo ni dar señales de vida. Para estar con su hija. Porque es su padre. Y la quiere. Y porque tiene derecho. ¿No?

"Abrió los ojos como platos y luego los entornó con gesto cómplice". Así aceptó su hija de seis años su deseo de llevarla de viaje. Como la conspiración que era. Para estar con ella. 
Estar con ella. 
Leerle un poema sobre un pájaro, nadar vestidos en un lago helado, comer donuts regados con Mountain Dew (nada de cosas verdes saludables), atrapar una rana y meterla en un cubo lleno de agua, ponerse perdidos de barro y olvidarse de la ducha durante un par de días, mirarla dormir en el asiento trasero del coche y no poder apartar la vista del retrovisor ante la belleza de su pelo bailando contra su cara agitado por las ráfagas de viento que entran por la ventanilla abierta, cogerle la mano y sentirse afortunado, pletórico, todopoderoso, de repente lleno de la energía de un superhéroe, o simplemente importante, especial, necesitado, sentirse un hogar para ella, querido por fin, después de tanto desamor y abandono. Ese gesto, su hija cogiéndole de la mano mientras caminan por la orilla de un lago, ese gesto tan sencillo se convierte en la razón más poderosa, la única, quizá, para vivir. Mientras su hija camine a su lado de su mano, la vida hostil llena de responsabilidades y de catástrofes que le aguarda ahí fuera puede esperar. 

Intenta conservar a su hija para mantener la cordura, porque más allá de la soledad, de la rabia de un divorcio agresivo (¿cuál no lo es?) y no consensuado, más allá de la crueldad casi indiferente de dos personas dedicadas a desmantelar su matrimonio, más allá de ver a su mujer y no reconocerla, de convertirse en extraños y de perder la posibilidad de terminar contando una versión redentora y positiva de su historia en común, lo que de verdad le vuelve loco es la desaparición del amor. A su mujer ya la ha perdido. A su hija no puede perderla. 

Pero Eric Kennedy es un irresponsable. Es inevitable juzgarlo. Aunque sea condenadamente difícil despacharlo con una sola etiqueta. Uno establece para su propia vida una serie de principios morales. Lo que está bien, lo que está mal, lo preferible y lo desaconsejable, en función de la educación, de la sensibilidad y de la inteligencia que haya adquirido. A medida que uno crece, a veces consigue lo que quiere y otras simplemente aprende, y las definiciones con las que interpreta el mundo van perdiendo la afilada nitidez que una vez tuvieron. Si uno es flexible y se adapta a los golpes, ganará en tolerancia (y quizá en sabiduría). Si uno se rompe y se reconstruye cada vez con el mismo molde y los mismos ideales, ganará en resentimiento (y quizá en agresividad). 

Eric Kennedy es un irresponsable. Pero no es mala persona. Es demasiado inocente y quiere demasiado a su hija como para que uno se cabree de verdad con él. Pero no es capaz de comprometerse. Es de estas personas a las que les gusta el sentimiento del amor pero el esfuerzo no les interesa de verdad. Renuncian a luchar por alguien porque es difícil. Porque ver llorar es difícil. Y preguntar significa tirarse de cabeza a una piscina donde nadan emociones hostiles, pirañas dispuestas a devorarte. No, mejor no. Mejor quedarse fuera. Abrazando de lejos, consolando de lejos, desde la distancia cómoda e infinita del que nunca pregunta porque para qué saber.

Hay historias que plantean dilemas morales muy interesantes. ¿Hasta dónde seríamos capaces de llegar para no perder el amor de una hija? ¿Qué seríamos capaces de hacer para ocultar nuestra verdadera identidad? Si nuestra felicidad depende de poder tener una vida moldeable, ¿hasta qué punto podemos inventarnos nuestro pasado?
Este libro cuenta muy bien una de esas historias y, dentro de la ética de cada uno, puede añadir muchos tonos intermedios entre el blanco de lo que debería estar bien y el negro de lo que debería estar mal. 


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