Con cada nuevo libro que nos llega, la figura de Irène Némirovsky se engrandece. Con este que acaba de salir, ya son once los libros traducidos al español de esta autora (¡qué maravilla que quede casi otra docena por traducir!), y siento que cada uno de ellos es una nueva estela de un mosaico subyugante, un color, un elemento nuevo que añadir al cuadro de una obra que a medida que se nos revela, se va mostrando más compleja, más llena de matices y sutilezas.
Némirovsky escribió este libro en 1926, con apenas 23 años, meses antes de casarse con Michel Epstein, en una unión que aparentemente fue feliz a lo largo de toda su vida. Y es su juventud lo primero que desconcierta, esa increíble capacidad de profundizar en la relación de dos personas que se aman pero no logran encontrar la distancia o la intensidad o la generosidad necesarias para convertir ese amor en una felicidad. Es como si con 23 años, la joven Irène hubiera vivido ya varias veces una historia así, como si hubiera acumulado durante años, relación tras relación, todos esos sentimientos confusos e ingobernables y hubiera alcanzado la sabiduría y la clarividencia necesarias para modelar su experiencia en una obra de ficción. Aunque quizá no fuera así, quizá tenía el don de comprender la complejidad humana a la primera y la intuición literaria para despojar a sus personajes de todos sus pudores y mostrar sus pasiones y miserias en toda su desnudez. Después de leer Suite Francesa, en realidad pienso que Irène Némirovsky no necesitaba perspectiva para comprender las cosas, le bastaba vislumbrar un solo instante una situación humana, fuera cual fuese, para atrapar su verdad oculta y que de inmediato surgiera en su cabeza una escena, un argumento, la trama de una tragedia y de una novela entera.
Esta su primera novela es la historia de una pasión desigual, de una mujer que ansía lo sublime, la ternura infinita y todas las palabras de amor, y de un hombre que busca seguridad, algo a lo que aferrarse en un mundo que se derrumba bajo sus pies. Es la historia de un incendio, de un deseo inmenso que se muere de amor y renace en la indiferencia, y a los dos besos vuelve a morirse de nuevo para volver a nacer quién sabe bajo qué forma o con qué sonrisa escéptica en los labios. Es la historia de una confusión, del terrible malentendido que se crea al pensar que siempre merecemos lo que ansiamos, que si cerramos los ojos con la suficiente intensidad para pedir un deseo, éste siempre se hará realidad.
No hay comentarios:
Publicar un comentario