No iba a reseñar este libro. De hecho, a punto estuve de dejarlo a las veinte páginas del relato principal, el que da nombre al libro y por el que Carmen Martín Gaite ganó el Premio Café Gijón de novela corta en 1954. Pero seguí leyendo. Y cuánto me alegra haberlo hecho. Qué placer, qué auténtico placer de literatura. Creo que no hay escritora española del siglo XX que me guste más. Y estos relatos, junto con los de Emilia Pardo Bazán dedicados a la violencia contra las mujeres, creo que están entre los que más he disfrutado de toda la literatura española.
Me ha gustado muchísimo cómo escribe la autora sobre el clasismo de los señores que no se juntan con gente de baja categoría. Y la vida resignada y apagada de esa clase baja cuya mayor escasez no es tanto de bienes como de aspiraciones y expectativas. Escasez de asombro y de ilusiones, de imaginarse vidas, de soñar vidas posibles y convencerse de que, a pesar de todo, quizá puedan hacerse realidad. Pero ¿cómo? ¿En qué calle, en qué ciudad? ¿En esta, dormida y triste, reprimida por la sombra de una guerra que ningún sol aclara?
Escribe sobre los pesares de la gente vulnerable. Sobre su tristeza íntima e inconfesable. Sobre su mansa aceptación de un mundo que les agrede, un mundo áspero y frío que no tiene piedad con quien no ha nacido en la familia adecuada. Sobre la fiebre de los pobres, que mata silenciosamente mientras los médicos bien vestidos suben las escaleras de las casas pudientes con sus jarabes e inyecciones. Y también sobre la fiera dignidad de los que quizá vivan en los portales de los edificios elegantes, pero no se sienten por debajo de nadie porque tienen sus dos apellidos y un cuerpo y una casa con un rayo de sol por las mañanas, y un oficio y una vida, suyos, no prestados, no regalados por nadie.
Este es un libro de relatos sobre la maravilla que encierra lo cotidiano si se sabe mirar bien. Y qué bien miraba Carmen Martín Gaite. Qué privilegio aprender a mirar con sus ojos.
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