Leí El arte de volar cuando todavía mi idea del cómic seguía anclada en Astérix, Tintín y Mortadelo. Hace unos siete años de aquello y recuerdo la sorpresa al encontrarme aquella novela brutal y desgarradora en un formato que yo asociaba a otros tonos. Tardé en recuperarme de la contundencia del aquel impacto y desde entonces siempre he ido buscando los ecos de aquella impresión: historias íntimas, sociales, potentes, que escarban muy dentro de los personajes para contar una vida que, en el fondo, puede ser la de todos. El arte de volar recibió el Premio Nacional de Cómic en 2010 y se reeditó en 2016 a raíz de la publicación de El ala rota. En el primero, el autor contaba la historia de su padre. El año pasado completó el díptico familiar con la historia de su madre. Ambos son dos de los mejores cómics españoles de este siglo. Hay pocos, muy pocos, que lleguen a su altura.
El arte de volar es la historia de un chaval llamado Antonio que huye del campo y de la brutalidad de su padre y se instala de forma precaria en Zaragoza a finales de los años veinte. Allí vive la ebullición política de la república hasta que la ciudad es tomada por los golpistas y, de repente, se ve obligado a esconderse de esas bandas de falangistas "que invaden bares, cines y lugares públicos cometiendo todo tipo de tropelías, señores de mierda que reinan sobre una ciudad amedrentada". En el ejército finge tener mala puntería para no verse obligado a matar a nadie. Ya recibió suficientes golpes y castigos en su infancia, está harto de las revoluciones. Es movilizado por las fuerzas de Franco, se cambia de bando jugándose la vida, y, partir de ese momento, y durante casi una década, se convierte en un hombre casualmente vivo.
Cuando se convence de que los aliados no han llegado a Europa a luchar contra el fascismo, sino simplemente a vencer a los alemanes, se resigna y vuelve a España, cansado de trabajar en el mercado negro de Marsella, cansado de explotar a los pobres miserables que siempre se había jurado defender. Pero en España, a finales de los años cuarenta, la mera supervivencia exigía la adhesión incondicional al régimen. Cada vez más callado, con menos palabras y menos gestos, Antonio se casa, tiene un hijo y se va replegando hacia dentro. Entierra su dignidad y sus ideales para sobrevivir. Se exilia de sí mismo. Se va. Y acaba suicidándose en una residencia, cansado de vivir, de callar y de esconderse.
Primero quiso volar para salir del mundo cerrado y hostil de su pueblo. Después, para perseguir un ideal de justicia social que combatiera la tiranía. Tras la derrota en la guerra, volar para huir de las represalias. De vuelta a España, volar para evadirse de la opresión moral y de la asfixia de la dictadura. Y por último, volar para dejar de sufrir, para dejar de ver cómo, día a día, la vida se acaba.
El ala rota es la historia de la futura mujer de aquel chaval, una niña llamada Petra que nació matando y a las pocas horas de vida fue lisiada por su padre. Así lo cuenta: "cuando nací, mi madre murió en el parto, y mi padre, que estaba muy enamorado de ella, me quiso matar". Su brazo nunca llega a recuperarse del golpe y se queda para siempre flexionado, pero es tan hábil ocultándolo que nadie, ni su marido ni su hijo, se da nunca cuenta de que tiene el ala rota. Es una niña dócil, responsable, silenciosa. Como Antonio, también huye de su pueblo, escapando de la violencia y de la muerte. Tras la guerra, trabaja de gobernanta para un general que forma parte de una conspiración para apartar a Franco del poder y hacer volver a Don Juan para reinstaurar la monarquía en España. Ajena a los complots políticos, su vida la va curvando, obliglándola a servir a los demás, a ceder, a soportar el peso de los demás. De la amargura de los demás.
Pertenece a una generación de mujeres acostumbradas al anonimato. Pero también es testigo de otra España, la de los vencedores, que, al igual que la de los vencidos, tuvo sus disidentes y traidores. Mientras que El arte de volar recoge el grito de un hombre desesperado por la pérdida de un ideal, El ala rota es la historia del silencio de una mujer que aprendió a callar desde niña y que, en su silencio, halló su resistencia.
"En realidad, mi padre y mi madre no eran tan distintos en lo que a sus relaciones con el poder se refiere. Ella, de forma menos aparatosamente combativa que él, supo preservar un espacio propio, una parcela, si no de libertad, al menos de realización personal. (...) No soñó con altos vuelos, como mi padre, ni con disponer del cielo entero para surcarlo. Más modestamente, con su ala rota, se limitó a saltar de rama en rama. Puede que, de esa manera, llegara más lejos".
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