De pequeño, mi madre me leía los libros de Sapo y Sepo, de Arnold Lobel. Eran dos sapos estupendos, amigos inseparables, que no sabían vivir el uno sin el otro. Salían de paseo, zampaban galletas y viajaban por el mundo. Vamos, el plan de vida ideal para un crío de cinco años.
Hace unos diez años, un sapo subió los cien metros que separan el embalse de la casa de mi madre y se quedó tan pancho descansando en su terraza. Era gordo, de un color sucio entre amarillo y marrón, y tenía los ojos saltones. Recuerdo esos ojos. Y su panza latiendo. Y que no me producía ni miedo ni asco, sino una curiosidad infantil por ver cuál sería su próximo movimiento. ¿Se comería una galleta o saldría de viaje por el mundo?
Gracias a mi madre y a Arnold Lobel me ha quedado de la infancia cierta ternura por las ranas y los sapos. Por eso, quizá, este cuento de ranas me ha parecido tan irresistible.
Había una vez un estanque en el que las ranas hacían cosas de ranas. Saltar, cazar moscas, dormir y jugar. Vamos, el plan ideal de cualquier rana inteligente. Hasta que un día cayó al agua un objeto metálico y brillante y la rana que fue a indagar al fondo del estanque emergió a la superficie con una corona en su cabeza. Y ya nada fue lo de antes.
¿Un cuento infantil sobre la monarquía? Pues sí.
¿Sobre el abuso de poder y sus consecuencias? Eso es.
¿Sobre la soberanía y el principio de igualdad? Claro que sí.
¿Y con historia de amor? ¡Y con historia de amor!
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