¿Qué tienen en común los mangas japoneses con la Rusia de Putin? ¿Y el silencio de los templos sintoístas con la brutalidad enloquecida de la guerra de Chechenia?
Pues absolutamente nada, excepto un historietista italiano llamado Igort que ha escrito dos espléndidos cuadernos ilustrados para contar su experiencia con estas dos realidades tan opuestas.

Japón engancha. Por la gente, las costumbres, la comida. Por miles de cosas. Y también por el arte. Para Igort, Japón encarnaba un ideal artístico. Y terminó por ceder a esa atracción y marcharse a vivir a Tokio una larga temporada a principios de los años noventa. Allí aprendió el silencio de los templos, se desprendió de todas esas cosas superfluas que creemos necesitar para vivir, adelgazó doce kilos y dibujó, dibujó y dibujó como si no hubiera un mañana.
Con colores neutros, tonos pastel, suaves, sin brillo, Igort nos cuenta sus años japoneses, cómo se sumergió en el Japón clásico de Tanizaki y Mishima, en aquellas costumbres ancestrales de la sombra y la ambigüedad, de los monjes zen, la introspección y los barrios adormecidos en una burbuja atemporal. Pero también se introdujo en la industria del manga y experimentó en sus carnes las exigencias de un ritmo de trabajo agotador: 160 páginas cada dos semanas, con breves pausas para pasear, comer y dormir, un ritmo que produjo unas historietas infantiles que triunfaron por todo el país y lo convirtieron en un autor de manga famoso. Y durante toda la década de los noventa vivió con un pie en Europa y otro en Japón, alternando el frenesí de los ritmos de trabajo con el recogimiento de la vida solitaria, bebiendo la influencia de los grandes dibujantes de manga (Osamu Tezuka, Yoshiharu Tsuge, Shigeru Mizuki) y alimentando la idea de Japón que siempre llevó consigo, desde que germinó como un deseo en su juventud hasta que pudo probarla en sus múltiples variantes durante sus estancias allí: la idea de un misterio, febril y pausado, que se renueva constantemente.
Otro misterio que no deja de evolucionar, en este caso a través de la violencia y su tentación totalitaria, es la Rusia de Putin. Mientras que los Cuadernos japoneses son introspectivos, íntimos, centrados en el arte y la fascinación por una cultura inaprensible, los Cuadernos rusos rinden un furioso homenaje a Anna Politkóvskaya, periodista rusa crítica con el régimen que fue asesinada en 2006 por atreverse a denunciar las violaciones de los derechos humanos en su país. Aquél era un cómic onírico. Éste es un cómic político. Rusia nunca ha sido un país que acepte las quejas. La represión de los zares dio paso a la represión de los soviets y esa aparente bocanada de aire que se respiró en medio mundo a partir de 1989 con la disolución de la URSS se ha quedado lamentablemente en un mero espejismo.

Contra la difamación, el método de Anna era simple: hechos, hechos, hechos. Contar lo que oía y lo que veía y contrastar la realidad con datos incontestables. Si a su rigor periodístico le sumamos su enorme capacidad de empatizar con las víctimas de las historias que quería contar, se entiende que fuera tan admirada dentro y fuera de su país, que recibiera premios internacionales por su trabajo y que el gobierno ruso no dejara ni un solo momento de acosarla.
Igort ha escrito un homenaje a Anna Politkóvskaya y, a través de ella, a todos los periodistas que se dejan la piel y la vida para denunciar crímenes institucionales contra las personas. Sólo espero que este cómic siga durante mucho tiempo en las estanterías de las librerías, que lleve a los lectores a buscar los propios textos de Anna, precisos y estremecedores, y que anime a todos los que lo lean a denunciar, de la forma que sea, a los gobiernos que, como el ruso, amenazan, torturan y asesinan a cualquiera que alce la voz contra sus prácticas criminales.
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