Leer conteniendo el aliento.
Leer agarrado al libro como si se fuera a escapar corriendo antes de desvelarte el final.
Leer durante horas, olvidándote de los pinchazos de tu vejiga llena, de los rugidos de tu estómago vacío cuando pasa la hora de comer, de las llamadas al móvil que silencias casi molesto (¿que yo he quedado con quién?) cuando pasa la hora de quedar.
Leer como si te deslizaras a toda velocidad y en completo silencio por una pista de esquí desierta, larguísima y perfecta.
Leer como si le hicieras el amor a esa idea de persona que siempre tuviste en la cabeza y que en la vida real no existe (o eso dicen los que aún no la han encontrado).
Leer hasta que dejas de distinguir entre la vida real y el mundo imaginario que sale del libro como un encantamiento y que parece más probable que cualquier burda realidad.
Leer a toda velocidad sin distinguir ya las palabras, volando por sus significados sin pararte en ellos a menos que sean demasiado maravillosos como para pasarlos por alto.
Leer eufórico hasta quedar agotado por el viaje y tener la sensación en la garganta de que has estado gritando de emoción todo el tiempo y que debes de estar afónico y que no sabes cómo le vas a hablar mañana a la primera persona de carne y hueso que se te ponga delante después de haber visto y oído y sentido todo lo que has visto, oído y sentido.
Leer, leer, leer, como si no hubiera un mañana.
Porque en el libro, que ahora es tu vida, quizá no lo haya.
"Todos los preceptos morales son engañosos. Incluso las estrellas son un espejismo. La verdad es la oscuridad y lo único que importa es hacer una declaración de intenciones antes de entrar en ella. Abrir un corte en la piel del mundo y dejar una cicatriz. A eso se reduce la historia, al fin y al cabo: a tejido cicatricial."
Así piensa el asesino de este libro.
Y el bueno de Stephen, aunque no pretende matar a nadie (que yo sepa), también deja una cicatriz. Vaya si la deja.
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