Estamos en 1975 y Jacques Rainier tiene 59 años. Es un hombre culto, intenso, triunfador. Y está enamorado. Sus negocios van mal, puede perder su empresa, pero tiene a su lado a una joven maravillosa a la que quiere y que le quiere. Un día, en Venecia, un amigo de su edad, obsesionado con el mito de la virilidad, le contagia su angustia y su miedo a entrar en un declive sexual irremediable, así que decide consultar a un especialista, un humanista venerable de más de ochenta años, que le recibe con una de esas sonrisas jóvenes y despiertas, llenas de bondad, que hacen pensar en la muerte como si se tratara de un mundo de hadas. Jacques tiene miedo. Miedo de la muerte en vida, de provocar desconcierto y, más tarde, compasión en su pareja, miedo a sentirse desposeído de su potencia, de su virilidad y por qué no, de su honor. Le dice:
- Quiero a una mujer como quizá nunca haya querido a nadie en mi vida.
- ¿Y ella os corresponde?
- Sinceramente, creo que sí.
- Pues bien, dele la oportunidad de que os quiera todavía más. Ábrase a ella.
- Tengo miedo de perderla. Y además, está la piedad, ¿sabe? "Pobrecito mío", y todo eso.
- Vaya, creía que me hablaba de amor. [...] Pero compréndame, soy muy mayor y reconozco que con lo que usted llama potencia tengo una relación, digamos, irónica.
Pero ni siquiera la sabiduría de este hombre feliz aplaca su obsesión. No logra desembarazarse de la idea de que sólo a través de la posesión del cuerpo de una mujer puede poseer el mundo. Es un vencedor, un hombre de éxito, y está desesperadamente enamorado. Empieza a soñar con delirios: un personaje oscuro emerge de sus recuerdos, convertido en un hombre que le pone un puñal en la garganta, un hombre que encarna la muerte y que satisfará en su lugar a su amada cuando él ya no pueda, un hombre que odia y que desea, que es parte de sí mismo, de su miedo, de su angustia y, de una manera enfermiza, también de su esperanza. Poco a poco, la amenaza de la impotencia sexual le llevará a la idea de la desposesión de sí mismo, de la pérdida de su propia identidad y se sentirá al borde de recurrir a la solución más radical para acabar de una vez por todas con su inseguridad existencial.
Romain Gary y Jean Seberg, con quien estuvo casado desde 1962 hasta 1970 |
Se pueden hacer muchas lecturas de este libro. Una (o un) feminista criticaría con una lógica actual la pobreza de espíritu del personaje, y su evidente egoísmo, al reducir la sexualidad a una mera cuestión de potencia. Un hombre conservador llegaría al final del libro con una angustia teñida de animadversación hacia el autor, por desvelar con tanta crudeza los detalles de la miseria sexual de ese hombre (que es todos los hombres) o bien dejaría el libro a la mitad con esa suficiencia despreciativa que dice: lo siento por ti, viejo, pero yo siempre podré. Una mujer conservadora se echaría las manos a la cabeza: ¡qué desvergüenza, cómo se atreve!
Su publicación en 1975 generó una gran controversia. No era nada habitual por entonces (y sigue sin serlo cuarenta años después) hablar de la decadencia sexual masculina con tantos pelos y señales. Pero el punto de vista de este libro no es ni feminista ni conservador. Lo que Romain Gary quiere contarnos es una historia de amor, con un lenguaje poético, a veces exasperado y casi siempre tierno y apasionado, la historia de un hombre acostumbrado a triunfar que un día siente que ya no puede dejarse llevar por el placer sexual ni por las perspectivas gloriosas de su pasión porque la amenaza de la impotencia le ha atrapado en un estado de ultraconsciencia de sí mismo y de su propia decadencia. Y es una sensación desoladora, como él dice: una sensación de fin del mundo. Tiene la impresión de que un fracaso le sigue la pista, ultimando los detalles para llevarle a una emboscada perfecta y definitiva.
Menos mal que uno siempre puede sustraerse a esa fatalidad pensando, con la sabia ironía del humanista venerable del libro, que el sexo, el amor y la felicidad en realidad no tienen demasiado en común con eso que llamamos honor y potencia.
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