lunes, 3 de noviembre de 2014

LIMBO

Manuela Paris ha estado a punto de morir. Su familia le dice que ha renacido, que despertarse del coma después de aquel horrible atentado y volver a moverse y hasta caminar, con decenas de huesos hechos papilla, es un verdadero milagro.
Pero Manuela Paris no ha renacido. Todavía no. Su cuerpo ha despertado y duele, duele con la rabia de la vida, pero ella aún sigue en Afganistán, en su pasado. Allí vuelve todas las noches, cuando grita en sueños y despierta a su madre y a su hermana, que la miran preocupadas en el desayuno, sin atreverse a decirle nada. Allí vuelve cada vez que se mira en el espejo, el cuerpo esbelto y artificialmente blanco, y ve su pierna derecha surcada por una larga cicatriz roja, llamativa y ominosa como una inscripción ensangrentada.
Manuela Paris vive en un tiempo detenido que no pertenece ni al presente ni al futuro, vive en una perpetua sensación de pérdida y de culpa: era su oficial, estaban bajo mi mando, era mi responsabilidad, tendría que haberles sacado de allí, era mi deber protegerlos, eran mis soldados, mis amigos, mis hermanos, y ahora están muertos. Y yo viva. 

Su familia y sus superiores le dicen que descanse, que se reponga y que vuelva a su vida, a la seguridad del entorno familiar y de la ciudad costera de su infancia y juventud. Pero su mente no controla sus deseos y no puede evitar regresar a aquella tierra árida y hostil, a las tormentas de arena, al calor infernal y al frío insoportable, a la continua desconfianza de los habitantes, ese niño que nos sonríe al borde de la carretera, ¿acaba de camuflar una mina?
Piensa en la intimidad, en la confianza absoluta y desarmada que tuvo con los soldados de su pelotón, con aquellos tres que murieron delante de ella sin que nadie pudiera preverlo, y las oleadas de recuerdos la rompen. Su muerte es la herida que nunca se cierra, los flashes invasivos ante los que su mente se desconecta para protegerse.
Un día, de compras con su hermana, al probarse un vestido rojo para Nochevieja, de repente piensa en el soldado Zandonà, con sus pecas y su rostro de chiquillo, en el momento en que le confesó que había soñado con ella, pero no con su superior, al que debía obediencia, sino con la mujer que se ocultaba bajo el uniforme. Y ella le reprendió y le censuró, le amenazó con un castigo por falta de respeto, pero al girarse, sonrió. Y piensa en él, en el chiquillo tímido que tocaba la guitarra y quería salir de allí cuanto antes para volver con su novia, se mira en el probador ese extraño vestido rojo sobre su cuerpo y ve la sangre de Zandonà derramándose sobre ella mientras dice: ¿me he hecho daño, Manuela? ¿Manuela? ¿Me he hecho daño? Su cerebro dice basta, bloquea el recuerdo y se desmaya. 

En su presente lacerado y fragmentado por las pesadillas, los desmayos y su voluntad de recuperación que se debate entre dos mundos, Afganistán se le presenta como el miedo de morir a cuatro mil quinientos kilómetros de su casa, en la aridez del desierto. Pero cuanto más miedo tenía, más se le clavaba la belleza cruel de sus paisajes, cuanto más la rechazaban sus habitantes, por ser mujer y además militar y además oficial con hombres a sus órdenes, más empezaba ella a amar ese país desnudo y esencial, agresivo y hospitalario hasta extremos delirantes. 

Una noche, asomada al balcón de su casa, con su hermana, ve a un hombre en la terraza del hotel de enfrente. Solo. Es raro, el hotel está vacío y por estas fechas suele cerrar ante la ausencia de turistas. El hombre no se mueve. Mira el mar. Como una estatua. Tan sólo el parpadeo lento de la brasa de su cigarrillo en la oscuridad le dice que ese hombre respira, que ese hombre quizá esté esperando algo, ocultándose de alguien, protegiéndose de su pasado. Quizá esté inmerso en una burbuja, en el limbo, como ella. 
Ambos saben que contar un secreto puede convertirse en una carga, una promesa o una exigencia de compromiso para quien lo recibe. No sólo en un regalo o una muestra de confianza. 
Él piensa en unos versos de Dante, de la Divina Comedia: "semo perduti [...] (noi) che sanza speme vivemo in disio". Y espera algún día poder encontrar una esperanza para su deseo y así dejar de flotar a la deriva, solo, perdido.

Quizá ninguno de los dos pueda salvarse, ni logren convertirse en un hogar para el otro. Pero es posible que puedan intentar recomponerse, salir de su limbo particular con cuidado, con cautela y, juntos, por fin, ser algo. 

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