Hace unas semanas se cumplían veinticinco años de la caída del Muro de Berlín y la editorial Siruela lo recordaba publicando unas crónicas escritas por Cees Nooteboom en los meses previos e inmediatamente posteriores al acontecimiento.
Me llama mucho la atención la curiosidad desapegada con la que el escritor, un holandés que nunca ha parado de viajar y que ha vivido en infinidad de lugares, describe su sensación de extrañeza al cruzar el Muro a principios de 1989 para instalarse en Berlín Este. Era un viaje al pasado, a un mundo que en otro tiempo estuvo lleno de inspiración y entusiasmo y ahora se encontraba momificado, peleando desde su realidad enloquecida y alienante por seguir anunciando un porvenir en el que hacía décadas que ya nadie creía.
En Occidente, todo el mundo hablaba del comunismo, de la situación de la gente tras el Telón de Acero, pero casi nadie cogía su maleta y se iba a vivir un año al otro lado para verlo y conocerlo desde dentro. Nooteboom lo hizo, primero en 1963 durante unos meses, con el Muro recién construido, y después en 1989, cuando, sin que él lo supiera, estaba a punto de desaparecer, y sus primeras impresiones fueron muy parecidas: un país desligado de la realidad, un futuro heroico constantemente prometido pero que parecía pasado de moda, hostil y desolador.
Era difícil hablar con la gente, y los pocos alemanes convencidos de las bondades de su gobierno esgrimían las mismas ideas una y otra vez sin creer en nada de lo que un forastero pudiera decirle. Había un muro invisible, muy parecido al de hormigón que cruzaba la ciudad como una herida abierta, entre sus dos formas de vida, y todos los argumentos rebotaban en sus convicciones para acabar en el suelo, inservibles, a sus pies.
Entre la infinidad de situaciones cotidianas, deprimentes, desquiciantes e inverosímiles que describe, me quedo con la distancia insalvable entre la descomunal certidumbre de tener razón de los políticos comunistas como Walter Ulbricht y los ciudadanos de a pie con los que se cruzaba Nooteboom en el metro o en las colas de las panaderías, gente hermética, recelosa y sobre todo, muy harta de mentiras y de vivir con miedo.