Sarajevo, a principios de los noventa, era una ciudad tolerante y abierta. Convivían sin problema bosnios, croatas y serbios. Musulmanes, católicos y ortodoxos. Tras casi medio siglo de dictadura socialista laica, la profesión de las religiones se había atenuado y la mayoría de la población se identificaba más por la cultura compartida que por el credo individual. La continua mezcla era el entramado que sostenía y enriquecía la convivencia. Se decía que tratar de separar a bosnios, croatas y serbios sería como separar la harina y la leche en un bizcocho ya hecho. Y, sin embargo, esa fue la tarea que se propusieron los serbios nacionalistas, que se negaban a compartir espacios con los bosnios musulmanes, a los que culpaban de todo mal imaginable. Cuando en marzo de 1992 empezaron a brillar las piezas de artillería en las colinas que rodean la ciudad, pocos pensaban que aquello iba en serio. ¿Quién iba a imaginar que la harina de la leche se podía separar con fuego?
Esta novela me ha tenido al borde del asiento con el corazón en un puño a lo largo de sus 250 páginas. Con una prosa desnuda y cercanísima, por momentos turbadoramente bella, Priscilla Morris (escritora británica de ascendencia bosnia) ha escrito una historia de ese 1992 en Sarajevo, el primer año del cerco, desde el punto de vista de una pintora serbia atrapada en la ciudad. Retrata a la perfección cómo una intranquila normalidad se va transformando, poco a poco, en un infierno sin que la gente logre de verdad salir de su estupefacción. Nadie está preparado para salir a la calle y encontrarse cuerpos de hombres y mujeres tiroteados en el suelo. Eso solo ocurre en las noticias de la tele. No en tu ciudad, ¡no en tu misma calle! Cuerpos que nadie recoge, nadie reclama. La gente pasa por su lado y aprieta el paso, escondiendo el miedo. Si esa mujer fue alcanzada por un francotirador, a mí me podría pasar lo mismo. Quizá sea una trampa, mejor no acercarse.
El invierno da paso a la primavera de 1992, y «en lugar de acianos, amapolas y ranúnculos, la nieve fundida en lo alto de las colinas ha expuesto armas antiaéreas, lanzacohetes, nidos de ametralladoras y obuses». La vida se trastoca y cambia de color. Hay salones con boquetes abiertos por la artillería en los que los vecinos cocinan en improvisadas barbacoas la comida que ya no pueden conservar en sus neveras sin electricidad. Hay jóvenes escondidos en habitaciones tapiadas para evitar el reclutamiento forzoso. El tiempo retrocede y, de pronto, volvemos a la edad media. Una ciudad sitiada. Bombas y miedo. Nadie puede salir. Nadie puede entrar. Con la diferencia de que, en esta ocasión, los sitiados no disponen de murallas tras las que protegerse. Y los sitiadores disparan a placer desde las colinas circundantes.
Las raciones de comida que entrega la ONU se distribuyen también desde alguna librería que queda abierta, y que así completa el ciclo de poder alimentar no solo el alma hambrienta de los pobres sitiados, sino también sus cuerpos cada día más delgados. El concepto de la pobreza se ensancha. Y el de refugiado también. «Ahora somos todos refugiados. Nos pasamos el día esperando agua, pan, ayuda humanitaria: somos mendigos en nuestra propia ciudad». En una ciudad en la que los árboles se están convirtiendo en leña para improvisadas cocinas, la protagonista pinta con su vecina de ocho años un árbol enorme cuyas ramas se extienden en todas direcciones por las paredes de su casa. El arte como último refugio. Esta novela muestra cómo hasta en la más profunda oscuridad puede abrirse una flor de luz.
Esta novela me ha recordado a los emocionantes libros sobre Sarajevo del poeta Izet Sarajlic (Después de mil balas, Sarajevo). Libros sobre el día a día de una gente que no puede creer que, en los albores del siglo XXI, en plena Europa, les pueda estar ocurriendo esto. Y también es una llamada de atención sobre las consecuencias del nacionalismo y del odio al diferente, la gran plaga que desde el siglo XIX empezó a extender sus cepas en todas las guerras y envenena cada vez más nuestra convivencia en todo el mundo.
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