jueves, 17 de diciembre de 2020

REGRESO AL EDÉN

Nuestros mayores están llenos de memoria. Sus vidas caben en una humilde melancolía, en una mirada por la ventana después de comer mientras la familia duerme la siesta. Sus vidas se condensan en silencios que duran décadas y que, a veces, sin la curiosidad de algún nieto con la mente despierta, se convierten en dulces inercias que acaban en el olvido. Nuestros mayores están llenos de memoria, y a menudo basta una sola fotografía para que los recuerdos broten y estallen uno tras otro, jubilosos, en horas de remembranza. Y en novelas gráficas como esta.

La foto fue tomada en 1946 en una playa de Valencia. En ella aparecen los miembros de una familia, guiñando los ojos no se sabe si por la alegría de estar juntos o por el sol que les ciega. Es un instante detenido del que nada sabemos quienes no estuvimos allí. Qué conversación (¿tensa o despreocupada?) habrán dejado en suspenso para posar para el fotógrafo, qué espacio ocupaban en ella los miembros de la familia que no estaban allí. La foto acompañó a la protagonista de esta historia durante toda su vida. Fue un ancla a su pasado, a una postguerra atroz que educó a toda una generación en el lenguaje de la miseria y envenenó su vida de tonos grises y libertades cercenadas. 

Paralelamente a Regreso al Edén he estado leyendo un ensayo de Carmen Martín Gaite titulado Los usos amorosos de la postguerra española que enlaza con la novela de Paco Roca como si hubieran nacido para ser compañeros de baile. "Restringir y racionar" era la consigna que aplicó la dictadura franquista para instruir a la población sobre la forma correcta de gestionar su economía, y también sus emociones, dice Martín Gaite. Y los personajes que desfilan por estas conmovedoras viñetas son un ejemplo dolorosamente vivo del resultado de esta educación que promulgaba una mutilación emocional para toda la vida. 

Nuestros mayores están llenos de memoria. Algunos la tienen cerrada a cal y canto, y hace tanto tiempo que se erigieron en sus guardianes que han terminado por olvidar dónde escondieron la llave de sus recuerdos. Otros, sin embargo, están deseando que alguien más joven se siente a su lado con una sonrisa de curiosidad y aliento para sacar aquella fotografía, amarillenta de infinitas caricias y mudanzas, y empezar a revivir una tras otra las llamas apagadas de su memoria. Para pasarle el testigo de lo vivido a la siguiente generación y que todo aquel dolor y aquella miseria no caigan en el olvido. Para que la vida, este suspiro entre dos nadas, recobre un brillo repentino de sentido y, quién sabe, hasta pueda convertirse en una obrita de arte como esta. 



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