lunes, 28 de diciembre de 2020

LOS EUROPEOS

¿Cuándo fue la primera vez que nos sentimos europeos, que pensamos que podíamos formar parte de algo más grande que nuestro pueblo, nuestra ciudad o nuestro país? Orlando Figes defiende en este ensayo que fue a partir de la década de 1840, gracias a la capacidad del ferrocarril para conectar a personas de distintos países en muy poco tiempo, y que fue a través de la cultura, que derribó las fronteras que los nacientes nacionalismos estaban intentando levantar y creó una forma común e internacional de entender el arte, la civilización y los valores. 

Damos por hecho la existencia de los trenes, pero la revolución social y económica que trajeron a la vida cotidiana de las personas es casi equiparable a la invención de internet. En 1840 se tardaban tres días en diligencia para ir de París a Bruselas. Diez años más tarde, la misma distancia se recorría en apenas doce horas. Esto abrió el comercio internacional a un mundo de posibilidades inconcebible unos años antes, y también permitió a un número considerable de europeos recorrer otros países con facilidad, conocer formas de vida distintas, ampliar sus horizontes culturales y, en definitiva, reconocerse en sus rasgos comunes.

Orlando Figes ha elegido las vidas del escritor ruso Iván Turguénev, la cantante Pauline Viardot y su marido y empresario cultural Louis Viardot para ejemplificar este nacimiento de la cultura europea común. Los tres encarnan el espíritu de esta Europa abierta y cosmopolita que se nutrió de las aportaciones culturales de muchos países. Los tres vivieron en Francia, España, Rusia, Reino Unido y Alemania y viajaron ampliamente por el resto del continente. Actuaron como intermediarios culturales y promovieron la obra y la carrera de artistas, escritores y músicos de toda Europa. Y los tres, además, formaron un triángulo amoroso intenso y apasionado que duró toda su vida y se basó en un respeto y admiración mutuas que pocos en su época llegaron a entender. 

Los tres tenían la capacidad de sentirse como en casa en Berlín, París, Londres, Roma o San Petersburgo. La Europa que habitaban "era una civilización internacional, una república de las letras basada en los ideales ilustrados de razón, progreso y democracia. Eso era lo que quiso decir Turguénev cuando proclamó: "soy europeo y amo a Europa; pongo mi fe en su insignia, que he portado desde mi juventud"". 

A finales del siglo XIX, y a pesar de la guerra franco-prusiana de 1870, que avivó los nacionalismos y destruyó parte de la confianza en la cultura abierta y cosmopolita que tanto había enriquecido al continente en las tres décadas anteriores, se había producido tal grado de intercambio cultural entre los países europeos que a menudo no era posible distinguir lo que era "auténticamente nacional" de lo que era foráneo o internacional. En la década de 1880 se terminó de fijar el canon cultural. La música que había que escuchar, el arte que había que ver y la literatura que había que leer para acceder a la alta cultura se volvieron comunes en buena parte del continente y se han mantenido hasta hoy. 

La ilusión por una cultura europea universal que se olvidara definitivamente de sus fronteras se vino definitivamente abajo con el estallido de la primera guerra mundial. Europa se volvió a dividir en dos bandos y la xenofobia volvió a regir las relaciones humanas y a estrangular el cosmopolitismo, ese mundo cultural esplendoroso en el que se educó Stefan Zweig y que con tanta nostalgia retrató en El mundo de ayer

Turguénev pensaba que, ante todo, los rusos eran europeos. La expresión de su carácter nacional debía estar subordinada a su cosmopolitismo, interiorizada en su arte, no ondeando como un estandarte. Esa era la razón por la que consideraba grande el arte de Pushkin, de Tolstói o de Chaikovsky, porque poseían un carácter ruso que no militaba contra su propio carácter europeo". 

Y creo que hacía mucho tiempo que no me identificaba políticamente con un escritor tanto como me he identificado con estas ideas de Turguénev. Siempre me he sentido sobre todo europeo. Siempre he pensado que mi nacionalidad era una circunstancia menor, un detalle administrativo y lingüístico, y que ninguna bandera podía definirme si no incluía también un ramillete de al menos diez banderas más con cuyos países me identifico. Siempre he pensado que no sólo es la mezcla lo que nos enriquece, sino que sin mezclarnos nos volveríamos locos y nos extinguiríamos. Y, como Turguénev, siempre defenderé que es el intercambio cultural lo que nos permite ser quienes somos, convivir con los demás de una forma civilizada y aspirar a una vida feliz. 

En estos tiempos de nacionalismos en auge y de millones de personas entregándose sin pensar a la furia xenófoba, este libro es una celebración a la vez que una advertencia: contemplad la gloria que creamos cuando nos olvidamos de las fronteras y miramos a los demás con curiosidad; y recordad que toda gloria se acaba cuando nos olvidamos de que necesitamos a los que no son como nosotros para vivir. 
 


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