lunes, 4 de noviembre de 2019

DÍAS, MESES, AÑOS

Cada vez que entro en un libro de Yan Lianke me voy de viaje a un universo paralelo. Mi primer viaje fue con El sueño de la aldea Ding y volví de él tan impactado que he esperado casi dos años en atreverme a viajar con él de nuevo. En este caso, el viaje ha sido más corto. Poco más de cien páginas para una historia tan universal como la historia de la aldea Ding pero en este caso reducida a dos personajes, un hombre y un perro, y una sequía interminable que amenaza con destruirlo todo. 

He vuelto a encontrar esa belleza omnipresente de la prosa de Lianke. Hay capítulos de los que uno sale borracho de poesía, mareado por tanto lirismo, como de una exposición de Klimt. Y he vuelto a dejarme invadir por el amor profundo hacia los seres frágiles que emana de las historias de Lianke, un amor que es la fuerza que aguanta la furia de los hombres y de la naturaleza, la fuerza que vence incluso más allá de la muerte. 

El amor de esta novela es un amor a la naturaleza. A una naturaleza sedienta y moribunda que se resiste a perecer. Y también es un amor entre un perro y un hombre, un vínculo que puede alcanzar profundidades asombrosas. El amor es lo que queda cuando todo lo demás ha desaparecido. Convertido en tierra, en planta o en rastro, es lo que permanece cuando todo lo demás ha caído en el olvido. 

"Habían desaparecido el ganado y los gorriones, y hasta los cuervos habían volado huyendo de la sequía. Atrás quedó solo un silencio sepulcral. El anciano observó el sol rojo sangre, cada vez más fino, y escuchó el sonido de sus rayos alejándose, como un manto de seda granate que se va recogiendo lentamente. Reunió los restos molidos del maíz y pensó: otro día se acaba. ¿Qué vamos a hacer cuando se nos eche encima el mañana?"

El anciano de esta novela se queda en el pueblo cuando todo el mundo se va. Se queda junto a su perro ciego, porque ha visto que aún queda un tallo de maíz que merece una mano que lo cuide, alguien que lo riegue. Él será esa mano que encuentre agua, que haga crecer el tallo hasta que éste le devuelva el gesto en forma de grano y se cierre así el ciclo de la vida. 

En este viaje Lianke me ha llevado a un mundo en el que un anciano decide arriesgarse a dar su vida por un tallo de maíz. Por un tallo de maíz verde en una tierra desértica. Me ha parecido hermosa y perturbadora esa capacidad de entrega, como cualquier capacidad de entrega que escape a la razón y vaya más allá de nuestra forma de entender la vida y sus propósitos más habituales. 

Gracias a Yan Lianke y a su magnífica traductora, Belén Cuadra, por este viaje. Uno nunca vuelve indemne de libros como este.  



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