miércoles, 28 de agosto de 2019

MONTAIGNE

Torre del castillo de Michel de Montaigne
Era principios de agosto y el sol pegaba fuerte. Los grillos cantaban con furia en las cunetas de la carreterilla secundaria que nos llevaba al pueblito de Saint Michel de Montaigne, en el Périgord. Los carteles con el retrato de Montaigne anunciando su famosa torre compartían espacio con publicidad de innumerables viñedos. En la tierra del Burdeos, ni los filósofos se libran de la asociación vinícola.

Cuando empezó la visita, éramos apenas diez personas alrededor de la guía, y todo invitaba a la calma y a la introspección. Ella nos hablaba de guerras y de incendios pero cuando uno sacaba la cabeza por una de las estrechas ventanas de la torre, la sensación era de que todo seguía igual que cuatro siglos atrás. Las frases latinas y griegas parecían recién talladas en las vigas del techo y no costaba nada imaginar aquella biblioteca, ahora vacía, atestada de libros, y a Monsieur de Montaigne dando vueltas y vueltas a sus treinta metros cuadrados mientras dictaba sus pensamientos a Marie de Gournay, su jovencísima fille d'alliance. 

No se puede pensar sentado en una silla, decía el francés. Si el cuerpo descansa, los pensamientos se duermen. Sólo en movimiento las ideas se despiertan y se conectan unas a otras. Quizá tampoco se puedan entender del todo los escritos de Montaigne desde un sillón a mil kilómetros, y haga falta estirar las piernas, acercarse a su torre por esas carreterillas secundarias llenas de grillos y de calor, y subir a su biblioteca para ver con sus ojos los paisajes que él vio, y disfrutar la solidez de ese silencio, esa piedra y esa paz. 

Antes de visitar su castillo, ya había llegado a Montaigne por carreteras secundarias. La primera fue la biografía de Zweig, por el que siento tal afinidad que es casi imposible que un libro suyo no me interese. Como hizo con Castellio en su Castellio contra Calvino, Zweig subrayó de Montaigne su constante búsqueda de libertad y su rotunda negativa a plegarse a dictados y normas de ningún tipo. Desde su encierro voluntario en la torre de su castillo, escribió sobre sí mismo escribiendo sobre el mundo, fue alcalde de Burdeos por aclamación popular y medió en varias ocasiones entre reyes protestantes y católicos en unos años en los que la religión era motivo de las mayores masacres. Todo un héroe visto desde los tiempos turbulentos del nazismo que vivió Zweig. Y desde cualquier época, en realidad.

Después cogí otra ruta, esta todavía más directa: Un verano con Montaigne. Antoine Compagnon, que ya me encantó en su ensayito ¿Para qué sirve la literatura?es un compañero de viaje estupendo, ya sea para decirte por qué debes seguir leyendo novelas pasados los cuarenta o para abrirte ceremoniosamente la puerta, cual devoto mayordomo, de ese castillo inabarcable que son los Ensayos de Montaigne. Cuarenta capítulos cortos, cuarenta ideas sobre una variedad sorprendente de aspectos vitales, desde el amor por los libros o la fascinación por la belleza hasta los peligros del sobrepeso o nuestro pudor al hablar de sexo, que se leen en un suspiro y te llevan más cerca de la esencia del bueno de Michel que horas y horas intentando descifrar los enigmas de su prosa. El libro, por cierto, fue en origen un programa radiofónico retransmitido en verano que tuvo un éxito descomunal en Francia. Quizá sólo los franceses puedan disfrutar en masa escuchando filosofar sobre Montaigne a la hora del aperitivo en vacaciones.

De momento, el volumen de Ensayos lo he cogido poco. Media horita aquí, veinte minutos allá. Siento que ya lo conozco, por boca de otros, pero cada capítulo que empiezo me resulta radicalmente nuevo. Como si hubiera cambiado de la noche a la mañana. Como si el libro fuera algo vivo, un jardín que crece, un riachuelo que se bifurca. Sé que volveré a él porque nunca será el mismo y siempre encontraré algo nuevo y sorprendente en sus páginas. Porque la tolerancia, el discernimiento, la capacidad de escucha, la introspección, el humanismo, la ironía, la humildad o la libertad como necesidad vital no se terminan de aprender nunca. Igual que uno no termina nunca de conocer del todo los secretos de su propio jardín.






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