jueves, 21 de marzo de 2019

LA CANCIÓN DE LOS VIVOS Y LOS MUERTOS

En un vuelo a Nueva York vi por casualidad una película que se me ha quedado grabada a fuego en la memoria. Fences, se titula. La vi de la peor manera posible: en una pantalla minúscula, con sueño, con un audio deficiente y creo que doblada al español. Pero el impacto me llegó igual. Escenas como palazos, como huracanes de emociones, como caricias que al final terminan haciendo más daño y llegando más adentro que cualquier golpe. Aquel contraste brutal entre el lirismo y la crudeza me provocó una emoción salvaje. Emoción que he reencontrado en esta historia portentosa que late como una vena hinchada: con dolor, con furia, con cansancio, con anhelo. 

"Él me vio. Vio más allá de la piel color café solo, de los ojos negros, de los labios ciruela, y me vio a mí, a mí. Vio la herida andante que yo era, y vino a ser mi bálsamo". Como en Fences, los personajes de esta novela son heridas andantes cuyo dolor tiene tantas ramificaciones que se pierden en la tierra, en el pasado y en el olvido. Heridas andantes de piel negra que, mecidos por la canción de los vivos y los muertos, susurran y tiritan como árboles estremecidos por el viento.

La herencia de la esclavitud es una losa en la convivencia en Estados Unidos y el racismo aquí explota en una serie de escenas de una intensidad escalofriante: un niño blanco, sucio, sentado a la entrada de su casa desvencijada, apuntando con un palo al coche que se acerca por la calle como si le disparara, pum, pum, pum, otro negro menos; un poli blanco parando a una familia negra en la carretera y a punto a dispararles a todos porque no se fía de ese adolescente que se ha metido una mano en el bolsillo.

A veces olvido lo que puede desencadenar una novela. La fuerza arrolladora que puede tener. La capacidad de impacto. Esta canción es un prodigio de ternura y crudeza, y esa mezcla es un explosivo que aturde y llena hasta rebosar. Y rebosa, rebosa en cada capítulo. Tanto que hay que parar. Respirar. Parpadear. Y esperar un segundito a que todo se calme por dentro para seguir leyendo. 

A veces da miedo esta canción. Inquieta. Lleva una corriente subterránea de anhelo y tristeza. Y de rabia contenida. Cuenta una historia hecha pedazos, bella como un diamante que corta y ciega. Hay poesía en ella como para llenar veinte poemarios. Es difícil resistirse a subrayar todas las páginas, a dejar algún párrafo sin marcar. 

Y a pesar de su dureza, a pesar de todo, es una caricia continua. Está llena de manos que abrazan, que consuelan, que protegen. Manos calientes que rodean y son fuego y hogar. Manos como la de Jojo, que sujeta a su hermana, "la niñita enferma de rizos dorados como creyendo que al rodearla con el cuerpo, su esqueleto y su piel serán una fortaleza que la protegerá de los adultos, de la inmensidad del cielo, de la vasta extensión de tierra cubierta de césped y tumbas debajo". Jojo y su hermana pequeña "se buscan el uno al otro como plantas que siguen el sol por el cielo. Cada uno es la luz del otro". Sólo por la relación de amor entre estos dos hermanos, entre estas dos heridas andantes, el libro se merecería todos los premios. Su ternura es como una luz que "brilla como el oro en la oscura manta de la memoria que me cubre mientras duermo".

La canción de esta novela vuela sobre las aguas doradas. Está dentro de cada caricia, de cada visión. Late bajo la tierra como un enorme corazón que diera vida a los bosques. Está dentro de los vivos y los protege. Está dentro de los muertos y los protege. La canción nunca para. Está aquí, ahora. Siempre.




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