lunes, 4 de junio de 2018

LA BUENA LETRA

Como ventanas. Los capítulos cortos de este librito son como ventanas abiertas a otro mundo. Y lo he leído asomado a ellas, disfrutando del aire húmedo e íntimo de su prosa. Despacio. Maravillado. Conmocionado. Ojalá no se acabara nunca esta novela. Esta voz femenina que le cuenta a su hijo la historia de su familia, voz-letanía, voz-lamento serenado con los años que sin embargo no ha perdido el matiz de la rabia, del inconformismo, de la dignidad. Como todas las historias familiares, y más las que sufrieron una guerra, esta historia está surcada de grietas. De silencios, de palabras heridas, impronunciables, que nunca sanan porque nadie se atreve a pronunciarlas. Hay una sensibilidad sofocada por el miedo. Un amor prohibido escondido en un cuaderno de bocetos lleno de retratos de un mismo rostro de mujer. Y el deseo, escondido, como "una certeza resbaladiza, un aceite que se escapaba entre los dedos y dejaba manchas".

El relato comienza en los años de la posguerra. Describe aquel silencio asfixiante. El marido de Ana ha vuelto del frente, vencido, y apenas se deja ver por el pueblo. Ella, obligada a salir, acude al mercado de madrugada, cuando aún no han terminado de poner los puestos, para no exponerse a las malas miradas o improperios de la gente. Roja, furcia, escoria, fuera de aquí. Ese desprecio. Y luego, la miseria. El frío. La violencia. La guerra que no cesa, que se prolonga en el odio de los vencedores hacia los vencidos, en la humillación diaria y el rencor de los que creyeron en un ideal de justicia y sólo recibieron palos. En los tiros de madrugada contra la tapia del cementerio. Y los trapos ensangrentados, presos no reclamados que no verían la luz de un día más.

"Empujábamos, ciegos y mudos, buscando sobrevivir, y a pesar de que nos lo dábamos todo unos a otros, era como si sólo el egoísmo nos moviese. Ese egoísmo se llamaba miseria. La necesidad no dejaba ningún resquicio para los sentimientos".

"La miseria no nos dejaba querernos. Era como vivir entre ciegos".

El hambre y la miseria deshumanizan. Destrozan los vínculos afectivos y vuelven a los hombres desconfiados y salvajes. Y después, cuando la situación mejora y las primeras frutas y verduras y trozos de tocino vuelven a entrar en la casa, la protagonista se siente afortunada y feliz: piensa que haber burlado al hambre es una hazaña de millonarios. 

Rafael Chirbes
Me imagino el sonido de su voz, en la penumbra. Capítulo a capítulo, contando una larga historia en pequeños episodios, evocando tiempos pasados con una voz suave, lejana, cargada de capas de recuerdos. Proyectando el calor de todas esas vidas desaparecidas en la mente de su hijo. Una voz con dedos largos que llegan a tocar cosas que quedan fuera del alcance de los demás.

Qué placer de literatura, qué fluidez, qué gusto da leer un libro con una prosa tan cuidada, tan precisa y natural. Es elegante, emocionante en su sobriedad. Un verdadero logro esa voz femenina, tan íntima, tan sencilla. Como en París-Austerlitz, su novela póstuma, hay mucha belleza herida, muchos sueños incumplidos en esta historia. Sueños que sobreviven al paso del tiempo en baúles viejos y carpetas olvidadas, sueños que, antes de que se deshagan definitivamente en el olvido, resurgen en la voz íntima y dolorida de esta madre que abre su corazón para contarle a su hijo el origen confuso, herido y anhelante de su familia y de su vida. 



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