Por la librería pasa todos los días gente de lo más variopinta. Me gusta observarla, mirar sus andares, sus balbuceos, sus sonrisas. Ver de lejos cómo cogen un libro, caminan dos pasos y cuando quieren devolverlo a la balda ya no saben dónde estaba: ese titubeo, ¿lo dejo en cualquier sitio o me esfuerzo en recordar su lugar? Me gusta adivinar qué palabras utilizarán para pedir algo (¿usarán el imperativo o buscarán un condicional de cortesía?) por la ropa que llevan o su forma de moverse. Imaginar cómo son sus vidas, si en privado serán más expansivos o más cautos, más directos o más sibilinos que en la librería cuando piden o exigen o sugieren. Y, muy a menudo, observo a la gente y les pongo adjetivos, elucubro sobre sus vidas, sus orígenes, sus parejas, les añado intenciones y deseos que me invento después de ver cómo sacan su tarjeta de crédito o se anudan la bufanda, y los convierto en personajes de la novela inagotable que se despliega todos los días en mi cabeza cuando me despierto.
Mucha gente lo hace. Los escritores, sobre todo. A veces, los sorprendo cuando una idea nueva emerge en su imaginación y de repente les brillan los ojos y sus manos se ponen a temblar buscando el móvil o un papel cualquiera donde apuntarla antes de que se les olvide. Me imagino a Daphne du Maurier así. Recolectando personajes por el mundo. Creándolos a partir de un gesto sorprendente, una palabra demasiado dulce o demasiado hiriente. No hace falta leer más de veinte páginas de este libro para darse cuenta del talento que tenía para ello:
"Éramos soñadores, poco prácticos, reservados, teníamos grandes teorías que nunca pusimos a prueba y, como todos los soñadores, estábamos dormidos en un mundo despierto. No nos complacían nuestros congéneres y ansiábamos afecto, pero la timidez sometía el impulso a un estado de latencia hasta que el corazón reaccionó".
Así son los dos protagonistas masculinos de esta novela. Dos caballeros ingleses de principios de siglo, un puntito excéntricos e infantiles, ignorantes de las delicias del romanticismo, hasta que irrumpe una mujer extranjera, sutil y enigmática, o, mejor dicho, la idea de una mujer extranjera, sutil y enigmática: la idea de la prima Rachel. Y todo se transforma.
Cómo cambia nuestra forma de tratar a una persona a medida que la vamos conociendo y le vamos quitando todas esas capas de ideas preconcebidas (expectativas, miedos, deseos) con que la habíamos vestido para que cupiera en algún molde preestablecido. Y qué peligroso el momento en que vemos a alguien como es y no como nos gustaría que fuera. Para Philip, el narrador de esta novela, conocer a Rachel fue "como si hubiera hecho una pompa de jabón, me hubiera apartado para verla flotar y se hubiera deshecho de pronto". Lo que quedó de esa mujer una vez que se disipó la idea que Philip se había hecho de ella fue la realidad: una realidad más compleja de lo que Philip estaba dispuesto a digerir.
En esta novela, Daphne du Maurier, conocida sobre todo por ser la autora de Rebecca, despliega una literatura rica y elegante, penetrante como una mirada cargada de matices, compleja como un acorde de resonancias inquietantes. Gran rescate de la Editorial Alba.
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