miércoles, 12 de febrero de 2014

EPITAFIO PARA UN ESPÍA

Si exceptuamos la novela romántica, no creo que haya ningún género literario que produzca obras tan efímeras como la novela de espías. Se publican miles de ellas cada año y duran en las librerías y en la mente de quien las lee medio suspiro. Todos ansiamos que alguien de nuestra elección nos venere, por eso leemos novelas románticas. Y todos queremos descubrir los secretos de personas fascinantes, por eso leemos novelas de espías. Y, además de descubrirlos, nos encanta tener poder sobre ellos. Nos encanta la fascinación de los hombres enigmáticos, las gabardinas oscuras, los cigarrillos que iluminan una cara durante una fracción de segundo, la seducción desplegada con virtuosismo en la ironía de una sola sonrisa, el peligro constante, el doble sentido en cada palabra, lo oculto en cada intención. Nos encantan las persecuciones, la repercusión trágica de un mensaje deslizado por una mano invisible debajo de una servilleta, las maletas llenas de dinero y de pasaportes falsos, la adrenalina de adoptar una personalidad distinta en cada país, en cada estación de tren, con cada confidente o policía o amante. 
Así que cojo Epitafio para un espía, me arrellano en el sofá y me preparo para un suspense eléctrico y desechable. ¡Emoción barata y a dormir!

Pues no. Nada de eso. Resulta que el héroe es prácticamente un idiota. Vassady, un profesor de lenguas torpe y bocazas, de escaso atractivo, a cuyas manos van a parar accidentalmente unas fotos comprometedoras. Y que termina en comisaría, sin poder probar que él no es un espía, (Dios mío, ¡un espía!), y temblando ante la posibilidad de que lo deporten a su país de origen, un país que en realidad ya no existe. Todo muy vulgar, muy anodino. Ni siquiera el contexto -Costa Azul, 1938- tiene el encanto peligroso que podría tener. ¿O sí lo tiene? Vassady tiene que encontrar al verdadero espía para poder quedarse en Francia, y así comienza sus pesquisas, sus torpes y entrañables pesquisas, en el Hotel Reserve. Nueve inquilinos, todos de apariencia banal, afables y simplones, y tres días para desenmascarar al autor de las fotos.

Eric Ambler

Supongo que el hecho de que esta novela de espías se haya convertido en un clásico debería de haberme dado un pista sobre lo que iba a encontrarme. Nada de James Bond ni de Jason Bourne. Un hombre pobre, atemorizado y solo, sin esa misteriosa flexibilidad intelectual que despliegan los verdaderos espías para ganarse la confianza de la gente y arrebatarles suavemente sus secretos. Un hombre común y sin patria que tendrá que desvelar una trama de espionaje prebélico para salvar el pellejo. Y meterá tanto la pata como podríamos hacerlo tú y yo.
Es esta humanidad del personaje, creo, su verdadero atractivo, lo que hace que leamos sus ingenuas elucubraciones con verdadera simpatía y el hecho de que, mientras miles de novelas de espías nacen y mueren como la llama de una cerilla, las novelas de Eric Ambler permanezcan y no envejezcan con el paso del tiempo, para deleite de generaciones y generaciones de lectores ávidos de secretos ajenos. 

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