Uno de los libros que más marcó mi adolescencia fue Crimen y castigo. Lo leí en bachillerato, y recuerdo que después de terminarlo me pasé varios meses sin encontrar una novela que me gustase: el bueno de Dostoyevski había puesto el listón a una altura inalcanzable (y en buena medida, ahí sigue). Recuerdo el asombro. Y cómo trastocó mi forma de pensar en la justicia cotidiana, en la culpa, en lo que está bien y lo que está mal, y cómo vivimos con las consecuencias de nuestros actos. Vamos, que la novela me abrió los ojos (de sopetón, con la violencia de un vendaval que entra en una casa haciendo volar las puertas) a lo que sería a partir de entonces mi vida adulta.
Si hubiera leído entonces El caso Maurizius quizá me habría pasado algo parecido. Comparte con la obra maestra del ruso la impetuosidad, la pasión y la capacidad para profundizar en los abismos del ser humano a través de unos personajes complejos e infinitos, shakespearianos en su universalidad. Y tiene algo de esa fuerza iniciática, capaz de abrirte los ojos a una forma nueva, más matizada, con más dudas, de entender la vida.
Es la primera novela que leo de Wassermann, y me alegro. Tengo la sensación de haber entrado en un palacio lleno de estancias con mil recovecos interesantes e impactantes por descubrir. Un palacio en el que me gusta pensar que suena música de Mahler, o del primer Schoenberg. Música expresionista y exaltada, turbulenta como las dos relaciones entre padre e hijo que vertebran la novela. Como los silencios cargados de sobreentendidos, enredados en un lenguaje que sólo ellos entienden y que sólo puede desembocar en dos sentencias: culpable o inocente.
Esta es una novela muy masculina, habitada por hombres que disimulan tanto sus emociones que acaban por hacerlas desaparecer para siempre. Hombres acostumbrados a ser obedecidos. Hombres que, una vez que las circunstancias los sacan del camino recto y férreo que han elegido para su vida, se comportan de manera errática y enmudecen, asustados, como tratando de esquivar sus pensamientos. Es una novela sobre la noción de justicia (justicia masculina, por supuesto). Y un apasionado alegato en contra de la idea de que el derecho y la ley sean instituciones infalibles, y por lo tanto inmunes a la crítica humana y a la revisión. "Que los jueces y los fiscales no puedan equivocarse, ¡qué espanto!", exclama un personaje, cerca del desenlace. Casi un siglo después, el meollo de este asunto sigue sin estar superado, como vemos todos los días en las noticias.
Jakob Wassermann |
También es una novela sobre lo que el cautiverio hace con una persona a lo largo del tiempo. Sobre la corrosión que la falta de libertad puede provocar en el carácter humano. "La cárcel es un terreno en el que crecen plantas que ustedes aún no han clasificado y donde ocurren cosas que pertenecen a un mundo que está más allá de toda ley". Parece haber sido escrita de un tirón, en una estado febril, en trance. Tiene ese tono de urgencia de lo que no puede guardarse dentro, y hay párrafos enteros, muy al estilo de Dostoyevski, que parecen ser el resultado de una explosión incontenible, lava verbal que arrasa con todo juicio y sentimiento que encuentra en su camino.
Pensé, no sé por qué, que encontraría en Jakob Wassermann una versión atormentada de Stefan Zweig. Pero es mucho más que eso. Esta novela, primera de una trilogía, es una indagación apasionada y angustiada sobre la conciencia, la moral y la frecuente incapacidad de la ley para juzgar a los hombres con justicia. Y conserva la fuerza, casi un siglo después de su publicación, de hacer volar las puertas de la conciencia de cualquier lector que se acerque desprevenido a sus páginas.