Llevo un mes que no leo. Un libro de relatos, otro de ensayitos sobre literatura, un thriller y seis novelas abandonadas en la página 30. Y ya está. Un desastre.
Nada, no hay forma. Me dicen que es el calor, el atontamiento emocional, mi adicción a las series y a la poesía diaria o mi obsesión con París. Puede ser.
Pero no. Yo sé lo que es.
Es Palestina.
Es un libro que me tiene la mente ocupada todo el día, que no deja que otros libros desplieguen sus historias en mi cabeza. Son 197 páginas que me han llenado de literatura este mes sofocante de julio.
De literatura y de ira. Y de indignación y de información y de voluntad de comprender.
Lina Meruane nació en Santiago de Chile en 1970 y es profesora de literatura en la Universidad de Nueva York. Descendiente de palestinos, hasta la escritura de este libro en 2013 nunca había visitado el pueblo de sus abuelos, pero para cuando se planteó el viaje, lo hizo con la idea de regresar. Regresar a un lugar en el que nunca había estado, sí, pero que en cierto modo le pertenece. Regresar a un origen, a una identidad para poseerla, una identidad que permaneció latente en las historias de sus tías y abuelos, en la tristeza de las miradas de su padre. Palestina siempre fue un rumor de fondo en su vida, y ahora se daba la oportunidad de convertirlo en palabras claras y precisas que fijaran su experiencia.
Chile acoge la mayor comunidad palestina fuera del mundo árabe, comunidad que encontró en el idioma, la gente y sus paisajes cierta afinidad con su lugar de origen y un hogar de acogida donde sobrellevar el exilio. El exilio como pérdida que los lanza, de pronto, a una vejez irreparable. Sin vuelta atrás. Y con pasaporte chileno, residente en Nueva York, Lina Meruane aterrizó en Heathrow y, arrojada a la hostilidad de los agentes de seguridad israelíes en Londres, tan parecidos a los "tiras de la dictadura chilena: mismos anteojos oscuros de marco metálico, mismo corte de pelo militar, el mismo modo tirante", comenzó la crónica de su regreso.
Un regreso marcado por el exilio heredado, que ante ciertas situaciones puede convertirse en una carga muy pesada. No hace falta mucho para que una identidad difusa se convierta en una realidad definida. Bastan un interrogatorio exasperante en una sala aislada de un aeropuerto, miradas recelosas, desconfianza, hostilidad y desprecio mal disimulados. Bastan unos pueblos destruidos, casas como muñones apenas visibles, barrios convertidos en bosque en tiempo record por empresas sionistas extranjeras que invierten en el olvido de las atrocidades expansionistas israelíes. Basta pensar en esas identidades cuya desaparición ha sido construida por Israel. Le basta muy poco a la chilena-residente-en-Nueva York Lina Meruane para convertir su difusa palestinidad heredada de sus padres en una identidad presente y dolorosa, sólo suya, en una cicatriz de la que hacer alarde.
Le llaman la atención muchas cosas, a la profesora Meruane. Por ejemplo, que le desaconsejen ir sola a una cafetería musulmana en Jaffa, ciudad israelí al sur de Tel Aviv donde se aloja, si no quiere verse expuesta a constantes miradas de sospecha: sospecha musulmana por probable insulto a su religión, y sospecha israelí por probable amenaza a su seguridad. La abrumadora presencia militar por las calles y centros comerciales, más densa aún que en los tiempos de la dictadura chilena: "nuestros milicos no se mezclaban con los ciudadanos, constituían una anomalía, una rareza destinada a desaparecer. Aquí son aceptados como una necesidad de la que pocos quieren prescindir." Presencia militar que subraya una realidad sobrecogedora: cada centímetro cuadrado es campo de posible enfrentamiento. O bien las pintadas de los colonos judíos incitando al odio y exterminio de los palestinos ("Gas the Arabs!"), colonos que esgrimen su condición de víctimas del Holocausto para acabar utilizando las mismas consignas que llevaron a sus antepasados a las cámaras de gas.
El objetivo fundacional del Estado de Israel era proporcionar un hogar seguro para los judíos, después del Holocausto. Sin embargo, su obstinación en aferrarse a su identidad de víctimas en permanente peligro ha provocado que dicho objetivo quede cada día, con cada nueva asentamiento, con cada nuevo bombardeo sobre civiles palestinos, un poco más lejos. David Grossman defiende que si Israel continúa con su política de agresión expansionista nunca logrará ser un hogar para sus ciudadanos, sino una fortaleza que, paradójicamente, a medida que crezca su poder y su agresividad, se irá volviendo más vulnerable y propensa a la paranoia.
Pero por encima de todo, lo que ha ocupado mi mente todo este mes ha sido el foco de este libro en el lenguaje: el lenguaje como herramienta para definir una realidad constantemente sometida a discursos oficiales, polarizados e interesados sobre el conflicto. La identidad palestina de Lina Meruane, su cicatriz orgullosa, se ha convertido en un compromiso por buscar un lenguaje adecuado para construir un relato veraz de lo que está sucediendo en Palestina. Para denunciar que no es un conflicto entre dos bandos iguales, que no puede haber equidistancia posible, como sostiene Amos Oz, entre vencedores y vencidos, entre un pueblo que no para de expandirse y otro que lucha por no exiliarse. Para argumentar, alzar la voz, decir y repetir todas esas palabras, esas identidades que Israel censura porque no encajan en el relato que ha construido de su historia: palabras como Nakba, como pueblo palestino, como ocupación, refugiados, racismo, Apartheid, masacre, limpieza étnica o crímenes de guerra. Israel, al prohibir palabras, está negando cualquier discurso que no sea el suyo, está tratando de borrar el pasado, "de amordazar la realidad con leyes, aplastar, bajo el peso triunfal de la independencia, la derrotada palabra de la catástrofe hasta que deje de respirar. Y limpiar después, con el paño de la libertad, toda traza de violencia."
Este libro es, por un lado, el relato de un regreso a los territorios ocupados y, por otro, una serie de reflexiones literarias, filosóficas y políticas sobre el conflicto entre israelíes y palestinos a través de su acuerdo o discrepancia con intelectuales como Edward Said, Amos Oz, David Grossman, Ilan Pappe o Susan Sontag.
Y sobre todo, es un intento de recuperar una identidad a través de la historia familiar y de aportar palabras nuevas donde las viejas sólo repiten confusión. Porque "son tenaces, las palabras de la confrontación entre israelíes y palestinos. Se han endurecido en las necesidades del ataque y la defensa y la justificación. Van envueltas en una armadura y han perdido el alma: son palabras con profundas secuelas que se resisten a la entera exhibición. Hay que estallar sus metales, pienso. Buscar entre los escombros sus esquirlas y volver a leerlas, ya hechas trizas, imaginando qué clase de heridas producen sus descargas aun cuando nos llenen de indignación, de asombro, de silencio."
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