Hay gente (mucha gente normal —amigos, cuñados—, y mucha gente que manda mucho) que dice que no hay alternativa. Que Israel tiene derecho a defenderse. Que Israel es la frontera del mundo civilizado. Dicen: si Israel deja de hacer lo que está haciendo entonces nos invadirán los bárbaros. Dicen: no hay alternativa. La alternativa es la barbarie. Es decir, «la alternativa a los innumerables muertos, lisiados, huérfanos, a los que se quedan sin casa, sin escuela, sin hospital, gritando sepultados bajo las ruinas, a los cuerpos devorados por los buitres y los perros, y a los recién nacidos abandonados que gritan y se mueren de hambre, es la pura y llana barbarie».
Hay gente (mucha gente normal —padres, compañeros de trabajo—, y mucha gente que manda mucho) que dice que lo que hace Israel en Gaza es proteger el mundo civilizado. Protegernos a nosotros. Y para protegernos parece necesario —así lo defienden— quemar bibliotecas, bombardear hospitales, incinerar olivares, disfrazarse con la lencería de las mujeres a las que han expulsado de sus casas y luego sacarse fotos, arrasar universidades, disparar a niños por tirar piedras, «partirle los dientes a un hombre y meterle una escobilla de inodoro en la boca». Si no hacemos esto —así lo defienden—, nuestro mundo civilizado podría estar en peligro. Nuestro mundo civilizado.
«No es este un relato de esa carnicería, pero a su manera debe abordarla, aunque solo sea para mantener la función más lastimosa y necesaria de la presenta obra: dar testimonio. Este es el relato de algo más, algo que, para toda una generación no solo de árabes, musulmanes o personas de piel oscura, sino para todo tipo de seres humanos de todos los rincones del mundo, cambió fundamentalmente en esta época de horror perfectamente evitable. Este es el relato de una fractura, de una refutación de la idea de que el liberal occidental educado luchó alguna vez por lo que se ufana de haber defendido».
El genocidio de Gaza ha puesto en evidencia una vez más —quizá de forma definitiva— que los derechos humanos no son ideas universales, sino que están sujetas al capricho y a los intereses económicos e ideológicos de la minoría que ostenta el poder. Una minoría que, en un futuro no muy lejano, después de haber apoyado explícita o implícitamente el genocidio de Gaza, defenderá a capa y espada haber estado siempre en contra y se lamentará de lo que para entonces se habrá convertido, en el mejor de los casos, en una simple tragedia sin culpables. Una minoría poderosa que dice: «Lo sé. Lo sé, pero no haré nada mientras eso me beneficie. Solo después, cuando deje de beneficiarme, entre desgarradores sollozos, proclamaré mi dolor por haber permitido que algo así ocurriera. Y vosotros, todos vosotros, incluso los muertos en sus tumbas, toleraréis mi olvido ahora y mi arrepentimiento después, porque lo que me permite ambas cosas no es, en definitiva, un sutil argumento de lógica o de primacía moral, sino la contundencia del cañón de una pistola».
La humanidad compartida desaparece si al otro lo percibimos como parte de otro colectivo diferente. Nuestro creciente tribalismo hace que no estemos dispuestos a defender más que a los nuestros. Y, como no dejamos de inventar enemigos por todas partes, los nuestros son cada vez menos.
Occidente ya no es un ejemplo de liberalismo, de democracia, de derechos humanos. Para millones de personas, lleva mucho tiempo siendo un ejemplo de hipocresía criminal. Si no lo era ya, Occidente se ha vuelto en este siglo XXI, abiertamente y sin escrúpulos, un promotor y defensor de asesinos genocidas. Y cabe preguntarse: ¿Nos sorprenderemos si en un futuro hay represalias? ¿Si la respuesta de toda una generación de millones de víctimas del terrorismo occidental es negarse a poner la otra mejilla? En el caso de que la violencia que Occidente lleva años sembrando en Gaza se vuelva un día contra Occidente, contra nuestras democracias fragilizadas, contra nuestras escuelas, hospitales y niños, ¿a quién culparemos?
No hace falta leer libros como este para que la información sobre Gaza nos termine abocando al desaliento. ¿Qué podemos hacer desde aquí? ¿Cómo protegernos de la complicidad con el genocidio de la inmensa mayoría de los gobernantes occidentales? Vivimos en un sistema más violento, más irascible e intransigente que cualquier protesta ciudadana que podamos imaginar. Y en este libro dolorido y valiente, Omar El Akkad nos insta a no perder la esperanza. En palabras de la poeta palestina Rasha Abdulhadi, nos insta a actuar: «Estés donde estés, eches la arena que eches en los engranajes del genocidio, hazlo ya. Si es un puñado, lánzalo. Si es la que llevas metida debajo de la uña, quítatela y lánzala. Estorba cuanto puedas». Todo cuenta.
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