«Un sindiós es una situación de caos y desorden, un revoltijo de cosas desmadradas. En síntesis: donde no hay un dios que ponga orden». Un orden concreto y único, se entiende. El suyo. Un sindiós es tres personas teniendo opiniones distintas cuando pueden tener la misma y dejar de discutir (y de pensar). Un sindiós es una persona atreviéndose a proponer un orden alternativo. Porque orden de verdad solo puede haber uno. El que el dios (o quien se erija en el dios de otros) elija. Decir lo que está bien y lo que está mal, lo que se puede hacer y lo que no, es la pasión de cualquier sacerdote. Y qué cantidad de gente, también fuera de la religión, sigue subiéndose a ese púlpito para imponer su voluntad.
La ideología religiosa es el dique más formidable que existe contra cualquier avance social y contra muchos de los derechos humanos que nos llevan conformando como individuos con agencia desde hace un par de siglos en Europa. Conceptos como libertad, igualdad o libre albedrío son la base de nuestra dignidad humana, pero hemos tenido que conquistarlos contra la oposición feroz de una religión que no nos quiere ni libres ni iguales ni independientes porque entonces podríamos aprender a vivir fuera de la jaula de sus dogmas.
Pocas conductas más infantilizadoras que aquellas que nos aleccionan y amenazan por nuestro bien. La religión, concebida como un conjunto de dogmas que hay que obedecer sin cuestionar, es uno de los impedimentos más logrados y universales para impedir el ejercicio del libre albedrío. Cualquier tipo de maltrato psicológico se fundamenta en el mismo principio, cambiando la autoridad de un dios por la autoridad de un padre, un jefe o una pareja. No hace falta un dios para imponer una serie de normas y deberes, a menudo ilógicas y contradictorias, con las que dominar a otras personas. Casi cualquier familia lo sabe. Pero si un ser superior y totalmente incuestionable refrenda el maltrato, este se vuelve una prisión de máxima seguridad. Una prisión por el bien ajeno, por supuesto. La pasión de los maltratadores es reeducar a sus víctimas para que terminen pensando exactamente en todo como ellos.
La religión es un refugio para sociedades que han dejado de creer en un futuro mejor. Es la cueva de los resignados, la mano maternal que calma el miedo a lo desconocido. Es la respuesta multiusos cuando no somos capaces de afrontar la incertidumbre que nos dejan ciertas preguntas. Es el pastor que nos pastorea cuando el campo sin cercado nos aterra.
Las enseñanzas religiosas son un poco como esas respuestas apresuradas y torpes que dan los padres a sus hijos pequeños cuando piensan que estos no están preparados para entender la realidad científica que explica sus preguntas. El perro se convierte en un guauguau, la vulva en un culito alternativo y la abuela no se murió sino que se fue al cielo. Quizás algún día, dentro de cinco, diez, quince generaciones, el mundo haya cambiado tanto para mejor que ya no hagan falta dioses para conjurar las miserias, las ignorancias, las desigualdades. Quizás algún día las certezas muertas e inamovibles hayan dado paso definitivamente a la duda constructiva y floreciente y ya no necesitemos falacias comunes para sentirnos a salvo de lo que no comprendemos. Quizás entonces esas generaciones futuras mirarán a los dioses del pasado con extrañeza y una saludabilísima incomprensión, un poco como miramos nosotros hoy al tiempo en que, por ejemplo, un ser humano era dueño de otro ser humano, en que una mujer no tenía voz ni voto ni trabajo o se tiraban las cáscaras de las gambas al suelo del bar entre nubes de tabaco.
En 1970 parecía que el declive de la religión en todo el mundo era imparable. Dios estaba finalmente terminal. Sin embargo, medio siglo después asistimos a una aparente resurrección. Casi nueve de cada diez personas en todo el mundo es creyente de alguna religión. Unos 6.800 millones de personas. La fórmula es la de siempre y apenas ha cambiado en miles de años, pero el éxito sigue siendo mayúsculo. Para ponerle palabras al asombro que le provocan estas cifras e intentar comprender su significado, Martín Caparrós ha escrito este breve ensayo con tono de panfleto en el que le da vueltas a ese dios que no termina nunca de morir y a alguno de los apóstoles bastardos que mejor difunden sus enseñanzas, como la obediencia, el miedo, la jerarquía, la sumisión, la culpa, la superstición, la violencia o la desigualdad.