jueves, 28 de agosto de 2025

¿Y LOS HOMBRES QUÉ?

Recuerdo que, mientras que las chicas adolescentes hablaban mucho de sus emociones, los chicos no solíamos hablar de las nuestras. Hablábamos tan poco que ni siquiera pensábamos que pudiéramos tenerlas. Las emociones eran parte del paisaje, estaban ahí como los árboles, ¿para qué narices querríamos hablar de los árboles? No recuerdo ni una sola conversación sobre emociones con un chico. Ni con un hombre adulto tampoco, por supuesto. La vida de las chicas era probablemente mucho más complicada. Pero al menos tenían palabras para definir esa complicación. Aunque fuera aproximadamente y con toda la torpeza del mundo. Crecer sin palabras para nombrar tus emociones puede parecer liberador: basta con prestar atención a todas esas otras cosas (cosas objetivas que no forman parte de ti) para las que sí tienes palabras. Pero a la larga es una trampa, y de las gordas. Una trampa que te impide hablar de lo que sientes, tener un vínculo con tus amigos por lo que sois y no solo por lo hacéis juntos. Y buena parte de la rabia y de la amargura en las que viven tantos hombres hoy en día, hombres enfadados con el feminismo y con su jefe y con sus supuestos amigos y con el veganismo y con el gobierno y con su madre, buena parte de esa lava en la que se cuecen a diario es el resultado de no saber poner nombre a las emociones que la alimentan. 

Este divertidísimo libro de Caitlin Moran habla de los hombres desde el feminismo, en un intento por comprender qué les pasa, por qué están tan enfadados con tantas cosas, por qué se identifican como víctimas si se supone que forman parte del colectivo más poderoso, por qué no saben hablar entre ellos de lo que sienten y por qué, si se sienten tan mal, no tienen un movimiento empoderador en el que refugiarse y que los hermane en una lucha colectiva, como sí tienen las mujeres desde hace más de un siglo. 

La construcción de la masculinidad suele ser un calvario. En cualquier escuela hay violencia constante, intimidaciones, competición, tribalismo y una ferocidad impresionante hacia quienes se atreven a salirse de la norma. Quien no exhiba cierto grado de agresividad o actitud desafiante es atacado de inmediato. La mansedumbre nunca queda impune. Ni siquiera la de los adultos. Recuerdo un profesor, afable y dulce, huyendo repetidamente de clase a lágrima viva porque sencillamente no nos transmitía el miedo a la autoridad que nosotros creíamos necesitar para obedecerle. 

No recuerdo la cantidad de peleas físicas y verbales en las que me vi envuelto de niño y adolescente. Volver a casa con moratones en las piernas y en los brazos era normal. Y todo eso en algún momento acaba, y de alguna extraña manera dejamos de pelearnos y la violencia se vuelve un recuerdo, un juego de niños. Que de juego no tenía nada. Y se queda en nosotros, como una cicatriz que palpita. Un canal de desahogo que la adultez ha taponado y cuya energía tiene que expresarse a través de otros canales. También, de ahí, la ira que supura en tantos chats de hombres cabreados: la forma que tenían de expresar su frustración en los patios de recreo en el mundo adulto los puede llevar a la cárcel. 

Los chicos no lloran, los chicos no piden ayuda, los chicos no muestran vulnerabilidad. La amenaza de escarnio público es demasiado grande. Aunque ahora las cosas están cambiando y los chicos ya están aprendiendo a abrazarse y a expresarse de otras formas más abiertas, ese bloqueo emocional tan bestia en la infancia y adolescencia ha dejado secuelas graves en la inmensa mayoría de los hombres adultos desde siempre. Y nunca le hemos prestado atención porque la experiencia masculina es «lo normal». Los hombres no solemos recordar nuestra infancia como algo relevante. El calvario solo se percibe desde fuera. Y aunque lo llamemos calvario, en realidad no lo percibimos como tal. Hay una disociación entre lo vivido y el relato de lo vivido. Romperla para poder sentir nuestra infancia como lo que fue cuesta muchísimo. La mayoría ni lo intentamos. Hay que desaprender muchísimas cosas simplemente para poder recordar lo vivido con coherencia, ya no digamos para poder convertirnos en adultos a salvo de la depresión y la rabia. Y ser conscientes de que el núcleo del problema son los estereotipos de género y la falta de educación emocional es un primer paso. Bendito feminismo. 

Un amigo me dijo hace poco lo extraordinario (lo raro) que le parecía que yo demostrara afecto en público por mi pareja. Que en una cena yo propiciara un gesto, una mirada o una caricia delante de los demás. Lo extraordinario (lo raro) que le parecía que yo hiciera con naturalidad lo que hacen las amigas entre sí todo el rato. Y si también lo hiciera con un amigo, sería ya el colmo probablemente. Una mujer le dice a su amiga «qué guapa estás, por favor», y es lo más normal del mundo. Si eres un hombre, prueba a decirle a un amigo lo mismo y verás las risas. Es deprimente hasta qué punto vagamos por un desierto emocional por miedo a que nos miren como si estuviera en entredicho nuestra supuesta «hombría heterosexual». 

Los hombres tenemos mucho que aprender del feminismo. Por ejemplo, a quejarnos del patriarcado. De las normas de conducta castradoras que nos impone, de los modelos de cuerpos imposibles de alcanzar. Ojalá ver a un joven actor recibir un Oscar, sostenerlo en el aire y gritar: «rezo para que algún día Marvel invente un superhéroe inspirado en un padre regordete y yo pueda volver a comer carbohidratos». Pero ¿cómo culpar al patriarcado de nuestros problemas si en teoría representamos al patriarcado? ¿Cómo deshacer el problema si en teoría somos nosotros los vehículos del problema? Pues quizá habrá que romper esa teoría. Y montar una revolución. Las mujeres llevan más de un siglo haciendo su revolución. ¿A qué esperamos los hombres? Venga, todos encima de las mesas y que nos oiga el mundo entero: El patriarcado es el invento de unos cuantos viejos (y no tan viejos) cabrones que no nos representan. Basta ya. 

Como siempre, Caitlin Moran es desternillante. Le he leído varios párrafos a P. atragantándome con las carcajadas. Y, también como siempre, creo que da en la diana de muchos problemas acuciantes y globales provocados por los estereotipos de género. Urge un movimiento masculino de ruptura radical con el patriarcado, un nuevo feminismo masculino inspirador para deshacernos de todos los estereotipos tóxicos que nos amargan la vida. 




lunes, 25 de agosto de 2025

SINDIÓS

«Un sindiós es una situación de caos y desorden, un revoltijo de cosas desmadradas. En síntesis: donde no hay un dios que ponga orden». Un orden concreto y único, se entiende. El suyo. Un sindiós es tres personas teniendo opiniones distintas cuando pueden tener la misma y dejar de discutir (y de pensar). Un sindiós es una persona atreviéndose a proponer un orden alternativo. Porque orden de verdad solo puede haber uno. El que el dios (o quien se erija en el dios de otros) elija. Decir lo que está bien y lo que está mal, lo que se puede hacer y lo que no, es la pasión de cualquier inquisidor. Y qué cantidad de gente, también fuera de la religión, sigue subiéndose a ese púlpito para imponer su voluntad. 

La ideología religiosa es el dique más formidable que existe contra cualquier avance social y contra muchos de los derechos humanos que nos llevan conformando como individuos con agencia desde hace un par de siglos en Europa. Conceptos como libertad, igualdad o libre albedrío son la base de nuestra dignidad humana, pero hemos tenido que conquistarlos contra la oposición feroz de una religión que no nos quiere ni libres ni iguales ni independientes porque entonces podríamos aprender a vivir fuera de la jaula de sus dogmas.

Pocas conductas más infantilizadoras que aquellas que nos aleccionan y amenazan por nuestro bien. La religión, concebida como un conjunto de dogmas que hay que obedecer sin cuestionar, es uno de los impedimentos más logrados y universales para impedir el ejercicio del libre albedrío. Cualquier tipo de maltrato psicológico se fundamenta en el mismo principio, cambiando la autoridad de un dios por la autoridad de un padre, un jefe o una pareja. No hace falta un dios para imponer una serie de normas y deberes, a menudo ilógicas y contradictorias, con las que dominar a otras personas. Casi cualquier familia lo sabe. Pero si un ser superior y totalmente incuestionable refrenda el maltrato, este se vuelve una prisión de máxima seguridad. Una prisión por el bien ajeno, por supuesto. La pasión de los maltratadores es reeducar a sus víctimas para que terminen pensando exactamente en todo como ellos. 

La religión es un refugio para sociedades que han dejado de creer en un futuro mejor. Es la cueva de los resignados, la mano maternal que calma el miedo a lo desconocido. Es la respuesta multiusos cuando no somos capaces de afrontar la incertidumbre que nos dejan ciertas preguntas. Es el pastor que nos pastorea cuando el campo sin cercado nos aterra. 

Las enseñanzas religiosas son un poco como esas respuestas apresuradas y torpes que dan los padres a sus hijos pequeños cuando piensan que estos no están preparados para entender la realidad científica que explica sus preguntas. El perro se convierte en un guauguau, la vulva en un culito alternativo y la abuela no se murió sino que se fue al cielo. Quizás algún día, dentro de cinco, diez, quince generaciones, el mundo haya cambiado tanto para mejor que ya no hagan falta dioses para conjurar las miserias, las ignorancias, las desigualdades. Quizás algún día las certezas muertas e inamovibles hayan dado paso definitivamente a la duda constructiva y floreciente y ya no necesitemos falacias comunes para sentirnos a salvo de lo que no comprendemos. Quizás entonces esas generaciones futuras mirarán a los dioses del pasado con extrañeza y una saludabilísima incomprensión, un poco como miramos nosotros hoy al tiempo en que, por ejemplo, un ser humano era dueño de otro ser humano, en que una mujer no tenía voz ni voto ni trabajo o se tiraban las cáscaras de las gambas al suelo del bar entre nubes de tabaco.  

En 1970 parecía que el declive de la religión en todo el mundo era imparable. Dios estaba finalmente terminal. Sin embargo, medio siglo después asistimos a una aparente resurrección. Casi nueve de cada diez personas en todo el mundo son creyentes de alguna religión. Unos 6.800 millones de personas. La fórmula es la de siempre y apenas ha cambiado en miles de años, pero el éxito sigue siendo mayúsculo. Para ponerle palabras al asombro que le provocan estas cifras e intentar comprender su significado, Martín Caparrós ha escrito este breve ensayo con tono de panfleto en el que le da vueltas a ese dios que no termina nunca de morir y a alguno de los apóstoles bastardos que mejor difunden sus enseñanzas, como la obediencia, el miedo, la jerarquía, la sumisión, la culpa, la superstición, la violencia o la desigualdad.