jueves, 29 de mayo de 2025

LA BÚSQUEDA DE INTERLOCUTOR

Llevo mucho tiempo preguntándome qué es una conversación. En qué consiste hablar con alguien. Hablarle a alguien está muy claro lo que es. Nos rodean muchas personas a diario que se hablan las unas a las otras, usando las palabras ajenas para apostillar la idea propia sin escucharse de veras, sin lograr estar en un espacio de palabras compartido. Porque tengo claro que una conversación es un lugar. Tiene su propio cuerpo, hecho de palabras, silencios y toda la comunicación no verbal que hay entre ellos. Una conversación es un lugar, un espacio que se comparte. Y que se construye con el otro. También es algo único e irrepetible. Las palabras pronunciadas en una conversación no se pueden pronunciar en otra, porque entonces se convierten en un monólogo. Una conversación es un baile en el que dos personas mezclan palabras para crear algo nuevo que no existía antes. 

Ya, es fácil caer en las metáforas. Pero aquí va otra abstracción: en una conversación, tú no me hablas a mí, hablas con lo que digo. Es decir, reaccionas a mis palabras, no a mí, y mis palabras influyen constantemente en tu forma de pensar, de tal forma que mis palabras y las tuyas se complementan y se animan, bailan en una danza cuyo movimiento nace de la colaboración. Esto puede parecer una descripción artificiosa de algo cotidiano, pero mi experiencia me dice que muy poca gente "baila" verdaderamente cuando habla, porque no habla con otras personas, les habla a otras personas. 

«Toda búsqueda de aprecio, de identidad, de afirmación o de confrontación con el mundo se reduce, en definitiva, a una búsqueda de interlocutor». En esta antología de ensayos cortos, Carmen Martín Gaite escribe sobre nuestra necesidad de narrar nuestras vivencias y recuerdos y sobre la dificultad de encontrar a un interlocutor que pueda escuchar activamente nuestras narraciones. Que las acoja y las disfrute, que las provoque y que, con su sola capacidad de escucha, las aliente y las haga posibles. Una parte importante de nuestra identidad —y de nuestra salud mental— depende de que tengamos esa suerte. Y cuenta que escribir es un remedio a la frustración de no haber encontrado interlocutores para nuestra necesidad de narrarnos. Escribir es inventarnos a nosotros mismos y, a la vez, inventar al interlocutor que no hemos encontrado. Aunque no siempre funcione, a veces esta ficción es indispensable para sortear las monstruos de la soledad. Y, también a veces, no solo creamos interlocutores que no existen, sino que nos elevamos por encima de cualquier necesidad y nos convertimos en ese ser humano soñado y etéreo que no sufre ni daña ni ocupa lugar. 

«Meterse a escribir equivale exactamente a salir a dar un paseo, así cuando esté tumbada en la hierba mirando las nubes y notando que respiro con regularidad y acordándome de los que ya no respiran, sintiéndolos conmigo dentro de mi corazón, estoy escribiendo también, más que nunca, y las nubes recogen lo que escribo». 



lunes, 26 de mayo de 2025

TRES. UN ELOGIO DE LA AMISTAD

No debería haber relaciones obligatorias. Es decir, todas nuestras relaciones deberían basarse en una elección y no en un deber. Ver a alguien porque lo elegimos, no porque ya toca. La libertad de elección que reservamos para las amistades debería ser la norma de nuestra forma de relacionarnos en general. Pero, lamentablemente, no suele ser así. La mayor parte de la socialización, sobre todo a partir de los treinta y cinco años y en especial cuando se tienen hijos, gira en torno a la familia. Es una socialización regida por el deber y por la utilidad. La necesidad de romper con esta tendencia y de poner en el centro la socialización de la amistad es uno de los objetivos de este ensayo filosófico. 

Me entristece profundamente pensar que la vida consista en cumplir de una manera predeterminada una serie de objetivos inamovibles y previos a nuestro nacimiento. Para las personas de mi entorno social, estos objetivos serían, como mínimo: estudios, universidad, trabajo, vida conyugal, parentalidad, hipoteca, jubilación. Cualquier omisión conlleva un juicio colectivo, explicaciones sin fin, un silencioso (o no tan silencioso) señalamiento. Y, generación tras generación, hemos aprendido que vivir era esto y que salirse de la norma era equivocarse. Que atreverse a tener otros objetivos, o sencillamente no cumplirlos de la forma «correcta», era fruto de una rebeldía mal entendida, una manera infantil de despreciar injustamente un legado de vida valioso. Pocas cosas más tristes hay que preguntarle a una persona mayor qué soñaba con ser cuando era niña y que te responda «pues esto mismo que soy ahora, total, ¿qué otra cosa podría haber sido?». Esta ideología existencial se centra en vidas que orbitan en torno a la familia tradicional y a su enorme poder para transmitir valores conservadores. Conservadores porque se mantienen intactos de generación en generación y aspiran a ser válidos para siempre, ignorando los cambios sociales. Como defiende Geoffroy de Lagasnerie, imaginar una vida regida por parámetros más flexibles en la que puedan caber otros objetivos y prioridades pasa inevitablemente por la necesidad de emanciparse de cualquier relación obligatoria que perpetúe valores inamovibles.  

«La sociología habla de desposesión económica y de desposesión cultural para designar la forma en la que la sociedad limita las capacidades de acceso a determinados recursos y a las experiencias que los hacen posibles. ¿No cabría sugerir que hay también, junto a esos dos fenómenos, lo que podría definirse como mecanismos de desposesión existencial? Soportar la forma de vida que se adueña de nosotros y nos hace ser lo que somos es padecer la propia vida y soportar determinados modos de existencia cuando otros habrían podido convenirnos mucho más y hacernos más felices. En cierto sentido, es incluso dejar que la sociedad y los demás te roben la existencia, y puede que dejar que tú mismo, una determinada versión de ti mismo, te la robes». 

Geoffroy de Lagasnerie, sociólogo y filósofo, vive una relación de amistad a tres bandas con los escritores Édouard Louis y Didier Eribon desde 2012. Viajan juntos, se ven con mucha frecuencia, hablan o se escriben casi todos los días, piensan, crean e intervienen juntos en el espacio público, celebran juntos sus cumpleaños y los momentos tradicionalmente asociados a la familia, como las fiestas de fin de año. Más allá de la amistad, su relación se ha convertido en un modo de vida que pone en entredicho la primacía tradicional de la familia como relación significativa sobre el resto de relaciones elegidas. Y este libro parte de esta amistad tan particular para reflexionar sobre la homogeneidad de nuestra socialización y reivindicar una forma de vida más heterodoxa y más libre. 

Se podría pensar que la familia no tiene por qué conllevar necesariamente obligación y deberes. Que se puede disfrutar de la misma alegría, libertad y plenitud en familia que con amigos. Pero ¿es así? ¿Existen relaciones familiares igualitarias, respetuosas, recíprocas, libres de deudas y señalamientos, que nos enriquecen y nos hacen mejores y que no solo no nos privan de libertad sino que nos hacen más libres? Los estudios sociológicos dicen que no son habituales. Que las familias tradicionales son reductos normalizados y obligatorios de autoritarismo, represión y violencia psicológica. Y que todos, consciente o inconscientemente, tendemos a buscar lejos de la familia aquello que nos llena y nos hace felices. Y que lo hacemos con cierta culpa, porque nos han enseñado que la familia debe ser siempre más importante que la amistad. Este libro propone darle la vuelta a esa prioridad. Que lo importante sea lo que nos da felicidad y nos permite volar, no lo que nos corta una y otra vez las alas. 



jueves, 22 de mayo de 2025

LA ENEMIGA

Esta es la historia de una niña sola, desamparada y perdida en el París de los locos años veinte. Hija de una madre egoísta e indiferente y de un padre ausente y taciturno, la pequeña Gabri se cría sola, rumiando un descontento y una furia que no sabe identificar. «Desde que la chispa de la inteligencia prendió en sus ojos verdes, Gabri comenzó a observar a su madre con una natural malevolencia y ese extraordinario olfato de los niños para detectar lo secreto y lo anormal en la vida de sus padres». Por su propia experiencia, Irène Némirovsky sabía bien las consecuencias de tener unos padres así. Y, en especial, una madre egoísta y cruel. En la línea de El baile, esta novela cuenta la relación tormentosa entre una madre y una hija, marcada por un apego demasiado feroz para terminar bien. La escribió con veinticinco años, ya independizada de la tutela materna. Y es muy tentador leerla como un personal ajuste de cuentas con su propia infancia y adolescencia. 

Esa infancia sobrevuela muchas de las novelas de Némirovsky. Una infancia vivida entre la indiferencia y el reproche de las personas adultas. Me maravilla la capacidad que tenía esta autora, una de mis escritoras favoritas de todos los tiempos, de crear personajes complejos dispuestos a vengar cada ofensa recibida, provistos de «esa terrible mirada negra de los niños castigados que recuerda el relámpago de odio impotente en los ojos de los esclavos, y que los padres nunca perciben». Y la soledad sobrecogedora que sobreviene después de cada humillación. Y el deseo de morir, de acabar de una vez con el dolor, solo mitigado por el consuelo de la venganza. De la idea terrible, difusa pero cada vez más concreta, de la venganza. 

Otro de los temas recurrentes de Némirovsky es central en esta novela: la pasión amorosa, y su capacidad para elevar y envenenar. Describe con una precisión sobrecogedora e inmisericorde el deseo que nace en la adolescencia, un deseo tímido, aterrado y milagroso que un día salva y al siguiente, condena. Y, mezclado con una infancia traumática, puede rápidamente convertirse en «un deseo frenético de destrucción». 

Pocas novelas profundizan tanto y tan bien en la complejidad de los vínculos entre madres e hijas. Con la intensidad y la fuerza arrolladoras habituales en su autora, La enemiga es una novela sobre el daño que los padres pueden llegar a infligir en sus hijos, a menudo sin ser en absoluto conscientes de ello, ni tener la capacidad de reconocerlo después. 




lunes, 19 de mayo de 2025

EN EL JARDÍN DE LAS AMERICANAS

Damos por supuesta la educación universal de las mujeres, pero basta con mirar a nuestras propias madres o abuelas para darnos cuenta de que sigue muy viva la huella de la discriminación de género. Mujeres de la generación boomer que no llegaron a terminar secundaria, o que incluso ni llegaron a cursarla, son todavía la norma y no la excepción en España. Y pensamos que esa es la consecuencia natural de un atraso histórico que hasta la democracia no se pudo revertir. Sin embargo, la historia de la educación femenina en España dista mucho de ser un progreso lineal y continuo. Este ensayo de Cristina Oñoro demuestra que desde 1871 hasta 1936 pasamos de tener un país donde lo raro era que una mujer supiera leer a que las mujeres tuvieran un acceso relativamente fácil a la universidad. Mucho más fácil y, sobre todo, mucho más imaginable, que entre los años 1939 y 1965. Porque lo que una persona puede hacer está determinado por lo que pueda imaginar. Y la razón principal por la que tantísimas mujeres nacidas en los años treinta, cuarenta y cincuenta en España no tuvieron acceso a una educación secundaria y universitaria fue porque la dictadura les privó de la capacidad de imaginarla. 

Este ensayo apasionado y ameno cuenta la historia de un grupito de profesoras americanas y españolas que, entre 1871 y 1936 regalaron a varias generaciones de mujeres la capacidad de imaginarse como alumnas y universitarias. La capacidad de formarse como los hombres pero no para poder pensar como los hombres, hablar como los hombres o actuar como los hombres, sino para tener las mismas herramientas de las que ellos disponían y usarlas para forjar sus vidas como ellas quisieran. 

Este libro es un homenaje al hambre de conocimiento. La travesía a menudo es más interesante que el propio destino, que a medida que uno aprende, se va alejando más y más, hasta convertirse en algo secundario, innecesario, prescindible. Lo importante no es llegar a saber algo, sino todas las preguntas que ese algo pueda suscitar. Lo importante es la multitud de caminos que aparecen cuando uno se esfuerza en alumbrar su ignorancia con la llama de su curiosidad. A alumbrar a los demás con la llama de la curiosidad se dedicaron las mujeres que aparecen en este libro, desde Alice Gulick hasta María de Maeztu, pasando por Virginia Woolf o Emily Dickinson.  

Cristina Oñoro, que tanto nos hizo disfrutar hace tres años con Las que faltaban, ha escrito un ensayo entusiasta y ameno sobre la influencia que tuvieron mujeres e instituciones estadounidenses en el origen de la educación femenina en España. Una genealogía de mujeres que nos sigue hablando cara a cara, con su desparpajo y su valentía, para que nunca olvidemos de dónde venimos. 






jueves, 15 de mayo de 2025

LA HORA DEL ZORRO

Qué cosa preciosa, por favor. Si hay una autora capaz de envolverme en sus historias como en una manta delicada y profunda y salvaje esa es Katya Balen. Octubre, Octubre fue uno de mis libros favoritos de 2023 y lo sigo recomendando con el mismo brillo en los ojos que entonces. De llorar de bonito y de recomendarlo como si te fuera la vida en ello. Y ahora vuelve con una nueva historia sobre ese mundo salvaje tan especial que ha creado bajo la mirada de dos hermanas que ven el mundo como no lo ve nadie más. 

«Tengo el control y a veces lo pierdo y me da miedo y soy valiente y en eso consiste ser libre y salvaje». A la hora del zorro, Fen y Rey miran hacia las tierras salvajes y buscan sus raíces. Las buscan en los regueros de plata que deja la luna a su paso por el bosque. Las buscan en las sombras que se alargan como pequeños monstruos benignos y misteriosos que cantan las canciones calladas de la noche. Las buscan en la silueta parpadeante de una zorra que a veces aparece entre los árboles, una llama que se prende un segundo y al siguiente ha desaparecido y que parece decir: seguidme, ya veréis como conocéis el camino. 

Esta es la historia de dos hermanas que se cuentan historias. Todas empiezan por la misma palabra: imagina. «Imagina que había dos hermanas que no tenían madre. Para ir en su busca atravesaron las tierras salvajes, que estaban llenas de vida y de muerte, y encontraron extrañas criaturas y se cayeron de montañas y vieron rayos que llenaban el cielo entero. Imagina que se pelearon y que se separaron y se perdieron en los confines del mundo. Imagina que su historia no tenía ni principio ni desenlace, ni siquiera nudo. Imagina que era un caos y una belleza y un lío y una maravilla y lo salvaje. Pero se tenían la una a la otra y una vez habían tenido una madre que dibujaba como una de ellas y cultivaba como la otra y que dibujó sus caras y que asilvestró una tierra entera». 

La hora del zorro es una novela de una sensibilidad que te eriza la piel y te da ganas de llorar de lo perfecto que es este mundo de ficción, de lo frágil e inalcanzable que es para cualquiera que viva lejos de la vida salvaje. Trata sobre el cuidado y la memoria, sobre sentir que le importamos a los demás, que nos ven como realmente somos. A través de las palabras de Katya Balen, cruzas con sus personajes una mirada con los ojos fijos y atentos de una zorra y sientes con ellas un pequeño tirón, el escalofrío que las empuja hacia un mundo que no conocen pero que presienten como propio, como si algo en su interior anhelara volver a una raíz vibrante que las llama en un lenguaje desconocido. Y se preguntan, te preguntas, al ver desaparecer la llamarada color naranja de su cola, qué se sentirá al ser como ella. 





lunes, 12 de mayo de 2025

TE VEO, TE ESCUCHO, TE RECONOZCO

La gente se empareja por mil motivos distintos. Motivos que van cambiando con el paso del tiempo y la forma de entender el amor de cada generación. Pero quizá un motivo es bastante común a casi todo el mundo: la necesidad de que alguien nos vea y nos reconozca todos los días. Alguien que sea testigo de nuestra vida cotidiana. En la infancia nuestros testigos son nuestros padres. Si pasamos de vivir con nuestros padres a vivir en pareja, como es muy habitual, es la pareja la que asume ese rol. Y si esa relación se rompe y empezamos a vivir por primera vez solos, como también ocurre con frecuencia, nos enfrentamos por primera vez en nuestra vida al vértigo de no tener testigo. De salir de trabajar un viernes y que nadie sepa nada de nosotros hasta el lunes (a menos que forcemos planes cada fin de semana). El vértigo, nada agradable, de sentir que nuestra vida desaparece porque nadie nos ve, nadie nos escucha. Porque nadie está ahí para hacernos sentir vivos en su espejo. 

Necesitamos que otra persona sea testigo de nuestra existencia. Es nuestra memoria externa, nuestro equilibrio. Necesitamos que nuestras vivencias, nuestros logros, penas, esfuerzos, dudas, asombros, entusiasmos no pasen inadvertidos. Y no solemos ser muy conscientes de esta necesidad. El éxito de las redes sociales demuestra la inmensa recompensa que obtenemos cuando mucha gente nos ve constantemente. Este breve ensayo, centrado especialmente en la resolución de conflictos desde la experiencia de la autora como mediadora, hace hincapié en esta necesidad que compartimos todos de ser vistos, escuchados y reconocidos, y señala cómo el lenguaje que usamos, verbal y no verbal, es clave para evitar sentir y hacer sentir a los demás ese vértigo de la inexistencia. 

Teresa Arsuaga afirma que no aceptamos con facilidad la vulnerabilidad que provoca necesitar a los demás. Nuestra educación y nuestra cultura ensalzan la autonomía y la independencia como virtudes absolutas y nos enseñan que la autosuficiencia es imprescindible para una vida digna. Y esta enseñanza con frecuencia tiene el efecto negativo de hacernos creer que nuestro criterio es válido por sí mismo y no precisa de ajustarse constantemente a los de los demás para hacernos sentir bien. 

Cuando una conducta ajena nos duele, a menudo nos defendemos mediante la ofensa, que rápidamente se transforma en una actitud hostil y en un juicio. De alguien que no nos ha prestado la atención que necesitábamos, decimos inmediatamente que es egoísta, antes de pararnos a pensar si esa persona estaba al tanto de nuestra necesidad de atención, y antes también de comunicarle claramente esa necesidad. Nos cuesta pararnos a pensar hasta qué punto nuestra emoción se corresponde con una percepción realista de la situación. Y nos cuesta reconocer que los demás pueden no saber lo que necesitamos constantemente, y que es imprescindible hacérselo saber de forma constructiva y no esperar que nos adivinen en cada momento. 

¿Qué pasaría si cada vez que una conducta ajena nos hiere nos paráramos a pensar, antes de emitir un juicio, si puede tener relación con una necesidad nuestra insatisfecha? Es indudable que todos necesitamos ser vistos, escuchados y reconocidos. Pero no podemos dar por supuesto que todo el mundo va a estar pendiente constantemente de vernos, escucharnos y reconocernos en la medida en que nosotros lo necesitamos. Y ahí entra nuestra habilidad para comunicar nuestras necesidades a los demás y pactar un reconocimiento recíproco que satisfaga tanto a quien ve como a quien es visto. 

Los juicios son una forma de escalar la intensidad emocional. Y no resuelven ningún conflicto. Es más, lo enconan y lo exacerban. Este ensayo trata sobre cómo las acusaciones, los reproches, los juicios y las culpabilizaciones, a la vez que inflan nuestro ego haciendo que nos creamos mejores que el resto, nos alejan de ese reconocimiento que tanto necesitamos. Y subraya la necesidad de cuidar las emociones ajenas para legitimarlas y construir una comunicación basada en el reconocimiento de los demás y no en la defensa airada de lo propio. 

La mayoría hemos crecido creyendo que las certezas son indispensables para vivir en armonía, con seguridad y en paz. Defendemos nuestras verdades contra viento y marea, y además pretendemos inculcarlas en los demás. Sin embargo, como defiende Doris Lessing (citada por Teresa Arsuaga), esto suele producir un efecto adverso: las certezas nos llevan con demasiada frecuencia a la competición, a la confrontación y al conflicto. Para conseguir vivir con más libertad y renunciar a seguir atrincherados en las cárceles de las certezas absolutas y las verdades incuestionables, es necesario abrazar la vulnerabilidad y la incertidumbre. En definitiva: aprender a analizarse, a estudiar nuestro propio comportamiento bajo la luz del comportamiento de los demás, aceptar que nos equivocamos muy a menudo, responsabilizarnos de nuestros errores, pedir disculpas para reparar el daño que hacemos y aprender de todo ello es vital para vivir con más armonía con nosotros mismos y con los demás. 




jueves, 8 de mayo de 2025

CLARA SCHUMANN. LA ARTISTA Y LA MUJER

Clara Schumann es un mito. Ya lo era cuando empecé a estudiar piano, allá por los años noventa. Era la musa del gran compositor, la concertista inigualable. Todos sabíamos de su existencia, y no eran muchas las mujeres del siglo XIX que por aquel entonces tenían una fama tan extendida. En música, ninguna, creo yo. Todos sabíamos de su existencia, pero en realidad no sabíamos gran cosa. No sabíamos que había sido aplaudida por la élite musical de media Europa como niña prodigio. Que ningún pianista, hombre o mujer, tuvo tanto éxito en los escenarios europeos durante tanto tiempo, ni consiguió vivir de su arte de forma totalmente independiente. Que en muchos momentos eclipsó la fama del padre de sus hijos, el gran Robert Schumann, a quien muchos conocían sobre todo como el marido de Clara. Que vivió una vida complicada y trágica, sufrió la enfermedad mental y las muertes de su marido y de cuatro de sus ocho hijos, y a pesar de todo salió adelante y pudo mantener a toda su familia con su arte. Y que, además, fue una compositora admirada que, si no compuso más obras fue por falta de tiempo y de referentes de compositoras que hubieran hecho valer sus composiciones en igualdad de condiciones junto a las de sus colegas hombres. 

Esta espléndida biografía, amena y rigurosa, publicada originalmente en 1985 y traducida ahora por primera vez al español por Lucía Navarro Pla en la edición de Barlin Libros, vino a rescatar la figura de Clara Schumann para una generación educada en un feminismo normalizado y sedienta de referentes femeninos. El mito se coloreó, se amplió y lo bajamos de su pedestal para conocer la dimensión humana de la mujer que se escondía detrás y que era mucho más magnífica y admirable que la que habíamos idealizado. Y ahora me paseo por el parque escuchando en los auriculares las obras de Clara Schumann, que nunca había escuchado y nadie nunca me enseñó durante los años de conservatorio. Y me imagino a una Clara de doce años hipnotizando a toda la sociedad de Leipzig con sus polonesas, a una Clara de dieciséis componiendo de igual a igual junto a uno de los mejores compositores alemanes de su generación, a una Clara de veinte desafiando a su padre para casarse con ese compositor, del que siempre sería su mejor embajadora, a una Clara de treinta y siete, viuda y con siete hijos a su cargo que sacó fuerzas de la fatalidad para salir adelante dando giras maratonianas por toda Europa, a una Clara de sesenta años, convertida en una gloria nacional, con alumnos que viajaban de todas las partes del mundo para recibir sus clases, a la que llamaban la sacerdotisa

Por la infancia que tuvo, parecida en cierto modo a la mayoría de infancias de niños prodigio cuyos padres deciden explotar en beneficio propio, me ha recordado al cómic Niño prodigio, de Michael Kupperman. Su padre, un pedagogo con mucho talento, volcó sobre su hija de cinco años toda su ambición musical. La convirtió en el instrumento perfecto para mostrarle al mundo lo que él, Friedrich Wieck, era capaz de hacer. Su hija no era un ser humano de pleno derecho, su hija era su producto. Su logro más preciado. Aquello por lo que el mundo le iba a admirar. Y se desvivió para que así fuera, convencido de que todo lo hacía por ella. Y nunca entendió que Clara, con veinte años, se atreviera a desafiar su autoridad pretendiendo casarse con Robert Schumann. Nunca entró en sus planes que su hija tuviera voluntad propia y esta no coincidiera en todo con la suya. Qué desagradecida, pensó. Después de todo lo que le había dado. Había sacrificado veinte años de su vida para convertir a su hija en la pianista más brillante de su generación y ella se lo pagaba queriendo vivir su propia vida fuera de su dictado. 

Clara siempre necesitó tener una carrera artística propia para sentirse realizada. Y no dejo de pensar en lo radicalmente moderna que debió de ser esta actitud en su época. Asumió los roles de madre y esposa y cuidadora de su marido enfermo, tan exigentes, sin perder nunca de vista su independencia artística y económica en una época en la que esta era una verdadera rareza para una mujer. Si ya habría sido complicado para una mujer con una vida familiar tranquila triunfar como lo hizo, compaginar el éxito con sacar adelante a siete hijos y cuidar de un marido con una enfermedad crónica fue una auténtica proeza a la altura de la mujer formidable que era. 

La música siempre fue un refugio y un salvavidas para sobreponerse a la tragedia. Y, aunque muchos advirtieron frialdad y melancolía en su carácter, poco dado a las expresiones espontáneas de alegría, los adjetivos que usaban para describirla (serena, delicada, meticulosa, equilibrada, sociable, elegante, íntegra, sobria) no dejaban entrever el dolor que anidaba bajo su férreo autocontrol. Escucho sus obras ahora y pienso que qué pena que no tuviera acceso a ellas hace veinticinco años, cuando el interés por su música ya tenía material suficiente para haber despegado. Y qué suerte, también, poder contar hoy en día con tantas grabaciones distintas al alcance de cualquiera para admirar su música como se merece y disfrutarla en todo su esplendor, libre ya para siempre del estereotipo de la musa concertista del gran genio. 




lunes, 5 de mayo de 2025

CONTRAPASO 2. MAYORES, CON REPAROS

«Ante la supresión de la libertad: ¡lucidez, desobediencia, ironía y obstinación!». Este es el lema de Emilio Sanz, un periodista de sucesos que, aunque luce un pin de Falange en la solapa, tiene una visión muy crítica sobre el régimen de Franco. Se dedica a un tipo de crónica conflictiva para la dictadura: en la España perfecta no existen crímenes, no ocurre nunca nada malo y todo aquel que se atreva a ponerlo en duda será sometido a la censura apropiada. Pero no solo se censuran los sucesos, es decir, la realidad que al régimen no le gusta. También se censuran las películas. Y de cine trata esta segunda entrega de la serie Contrapaso que tan bien describe el Madrid de los años cincuenta y tantas alegrías nos da a los amantes del cómic, la novela policiaca y la crítica social. 

Madrid, octubre de 1956. Un censor eclesiástico aparece muerto en la butaca de un cine con un rollo de celuloide en la boca. Tirando de ese hilo, Emilio Sanz, León Lenoir y Paloma Ríos, los protagonistas de la primera entrega de Contrapaso, se meten sin saberlo en la investigación de un crimen de altos vuelos en el que se mezclan estraperlistas, especuladores, cineastas, jerarcas del régimen, idealistas y hasta la intocable hermana de Franco. Como telón de fondo, una multitud de gente humilde que solo aspira a un techo donde vivir, una clase desahuciada por una dictadura que no tolera su existencia. 

Teresa Valera ha vuelto a describir maravillosamente bien ese país en el que el patriotismo es el valor supremo al que se supeditan todos los derechos. Un país que funciona mediante el tráfico de influencias, es decir, haciendo y devolviendo favores. Y, dentro de ese país, su capital, el centro del poder que empieza a abrir sus fronteras sin saber que por sus costuras rotas siguen viéndose todas sus miserias. Una ciudad que recibe miles de emigrantes del campo todos los meses y no tiene casas para todos, ni voluntad de hacerlas. Una ciudad regida por mercaderes del sufrimiento ajeno. 

«¿De qué sirve oponerse a lo que todo el mundo acepta?». Quizá de nada. Pero no oponerse es morirse por dentro. Y eso sí que no sirve para nada.