jueves, 8 de mayo de 2025

CLARA SCHUMANN. LA ARTISTA Y LA MUJER

Clara Schumann es un mito. Ya lo era cuando empecé a estudiar piano, allá por los años noventa. Era la musa del gran compositor, la concertista inigualable. Todos sabíamos de su existencia, y no eran muchas las mujeres del siglo XIX que por aquel entonces tenían una fama tan extendida. En música, ninguna, creo yo. Todos sabíamos de su existencia, pero en realidad no sabíamos gran cosa. No sabíamos que había sido aplaudida por la élite musical de media Europa como niña prodigio. Que ningún pianista, hombre o mujer, tuvo tanto éxito en los escenarios europeos durante tanto tiempo, ni consiguió vivir de su arte de forma totalmente independiente. Que en muchos momentos eclipsó la fama del padre de sus hijos, el gran Robert Schumann, a quien muchos conocían sobre todo como el marido de Clara. Que vivió una vida complicada y trágica, sufrió la enfermedad mental y las muertes de su marido y de cuatro de sus ocho hijos, y a pesar de todo salió adelante y pudo mantener a toda su familia con su arte. Y que, además, fue una compositora admirada que, si no compuso más obras fue por falta de tiempo y de referentes de compositoras que hubieran hecho valer sus composiciones en igualdad de condiciones junto a las de sus colegas hombres. 

Esta espléndida biografía, amena y rigurosa, publicada originalmente en 1985 y traducida ahora por primera vez al español por Lucía Navarro Pla en la edición de Barlin Libros, vino a rescatar la figura de Clara Schumann para una generación educada en un feminismo normalizado y sedienta de referentes femeninos. El mito se coloreó, se amplió y lo bajamos de su pedestal para conocer la dimensión humana de la mujer que se escondía detrás y que era mucho más magnífica y admirable que la que habíamos idealizado. Y ahora me paseo por el parque escuchando en los auriculares las obras de Clara Schumann, que nunca había escuchado y nadie nunca me enseñó durante los años de conservatorio. Y me imagino a una Clara de doce años hipnotizando a toda la sociedad de Leipzig con sus polonesas, a una Clara de dieciséis componiendo de igual a igual junto a uno de los mejores compositores alemanes de su generación, a una Clara de veinte desafiando a su padre para casarse con ese compositor, del que siempre sería su mejor embajadora, a una Clara de treinta y siete, viuda y con siete hijos a su cargo que sacó fuerzas de la fatalidad para salir adelante dando giras maratonianas por toda Europa, a una Clara de sesenta años, convertida en una gloria nacional, con alumnos que viajaban de todas las partes del mundo para recibir sus clases, a la que llamaban la sacerdotisa

Por la infancia que tuvo, parecida en cierto modo a la mayoría de infancias de niños prodigio cuyos padres deciden explotar en beneficio propio, me ha recordado al cómic Niño prodigio, de Michael Kupperman. Su padre, un pedagogo con mucho talento, volcó sobre su hija de cinco años toda su ambición musical. La convirtió en el instrumento perfecto para mostrarle al mundo lo que él, Friedrich Wieck, era capaz de hacer. Su hija no era un ser humano de pleno derecho, su hija era su producto. Su logro más preciado. Aquello por lo que el mundo le iba a admirar. Y se desvivió para que así fuera, convencido de que todo lo hacía por ella. Y nunca entendió que Clara, con veinte años, se atreviera a desafiar su autoridad pretendiendo casarse con Robert Schumann. Nunca entró en sus planes que su hija tuviera voluntad propia y esta no coincidiera en todo con la suya. Qué desagradecida, pensó. Después de todo lo que le había dado. Había sacrificado veinte años de su vida para convertir a su hija en la pianista más brillante de su generación y ella se lo pagaba queriendo vivir su propia vida fuera de su dictado. 

Clara siempre necesitó tener una carrera artística propia para sentirse realizada. Y no dejo de pensar en lo radicalmente moderna que debió de ser esta actitud en su época. Asumió los roles de madre y esposa y cuidadora de su marido enfermo, tan exigentes, sin perder nunca de vista su independencia artística y económica en una época en la que esta era una verdadera rareza para una mujer. Si ya habría sido complicado para una mujer con una vida familiar tranquila triunfar como lo hizo, compaginar el éxito con sacar adelante a siete hijos y cuidar de un marido con una enfermedad crónica fue una auténtica proeza a la altura de la mujer formidable que era. 

La música siempre fue un refugio y un salvavidas para sobreponerse a la tragedia. Y, aunque muchos advirtieron frialdad y melancolía en su carácter, poco dado a las expresiones espontáneas de alegría, los adjetivos que usaban para describirla (serena, delicada, meticulosa, equilibrada, sociable, elegante, íntegra, sobria) no dejaban entrever el dolor que anidaba bajo su férreo autocontrol. Escucho sus obras ahora y pienso que qué pena que no tuviera acceso a ellas hace veinticinco años, cuando el interés por su música ya tenía material suficiente para haber despegado. Y qué suerte, también, poder contar hoy en día con tantas grabaciones distintas al alcance de cualquiera para admirar su música como se merece y disfrutarla en todo su esplendor, libre ya para siempre del estereotipo de la musa concertista del gran genio. 




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