lunes, 12 de mayo de 2025

TE VEO, TE ESCUCHO, TE RECONOZCO

La gente se empareja por mil motivos distintos. Motivos que van cambiando con el paso del tiempo y la forma de entender el amor de cada generación. Pero quizá un motivo es bastante común a casi todo el mundo: la necesidad de que alguien nos vea y nos reconozca todos los días. Alguien que sea testigo de nuestra vida cotidiana. En la infancia nuestros testigos son nuestros padres. Si pasamos de vivir con nuestros padres a vivir en pareja, como es muy habitual, es la pareja la que asume ese rol. Y si esa relación se rompe y empezamos a vivir por primera vez solos, como también ocurre con frecuencia, nos enfrentamos por primera vez en nuestra vida al vértigo de no tener testigo. De salir de trabajar un viernes y que nadie sepa nada de nosotros hasta el lunes (a menos que forcemos planes cada fin de semana). El vértigo, nada agradable, de sentir que nuestra vida desaparece porque nadie nos ve, nadie nos escucha. Porque nadie está ahí para hacernos sentir vivos en su espejo. 

Necesitamos que otra persona sea testigo de nuestra existencia. Es nuestra memoria externa, nuestro equilibrio. Necesitamos que nuestras vivencias, nuestros logros, penas, esfuerzos, dudas, asombros, entusiasmos no pasen inadvertidos. Y no solemos ser muy conscientes de esta necesidad. El éxito de las redes sociales demuestra la inmensa recompensa que obtenemos cuando mucha gente nos ve constantemente. Este breve ensayo, centrado especialmente en la resolución de conflictos desde la experiencia de la autora como mediadora, hace hincapié en esta necesidad que compartimos todos de ser vistos, escuchados y reconocidos, y señala cómo el lenguaje que usamos, verbal y no verbal, es clave para evitar sentir y hacer sentir a los demás ese vértigo de la inexistencia. 

Teresa Arsuaga afirma que no aceptamos con facilidad la vulnerabilidad que provoca necesitar a los demás. Nuestra educación y nuestra cultura ensalzan la autonomía y la independencia como virtudes absolutas y nos enseñan que la autosuficiencia es imprescindible para una vida digna. Y esta enseñanza con frecuencia tiene el efecto negativo de hacernos creer que nuestro criterio es válido por sí mismo y no precisa de ajustarse constantemente a los de los demás para hacernos sentir bien. 

Cuando una conducta ajena nos duele, a menudo nos defendemos mediante la ofensa, que rápidamente se transforma en una actitud hostil y en un juicio. De alguien que no nos ha prestado la atención que necesitábamos, decimos inmediatamente que es egoísta, antes de pararnos a pensar si esa persona estaba al tanto de nuestra necesidad de atención, y antes también de comunicarle claramente esa necesidad. Nos cuesta pararnos a pensar hasta qué punto nuestra emoción se corresponde con una percepción realista de la situación. Y nos cuesta reconocer que los demás pueden no saber lo que necesitamos constantemente, y que es imprescindible hacérselo saber de forma constructiva y no esperar que nos adivinen en cada momento. 

¿Qué pasaría si cada vez que una conducta ajena nos hiere nos paráramos a pensar, antes de emitir un juicio, si puede tener relación con una necesidad nuestra insatisfecha? Es indudable que todos necesitamos ser vistos, escuchados y reconocidos. Pero no podemos dar por supuesto que todo el mundo va a estar pendiente constantemente de vernos, escucharnos y reconocernos en la medida en que nosotros lo necesitamos. Y ahí entra nuestra habilidad para comunicar nuestras necesidades a los demás y pactar un reconocimiento recíproco que satisfaga tanto a quien ve como a quien es visto. 

Los juicios son una forma de escalar la intensidad emocional. Y no resuelven ningún conflicto. Es más, lo enconan y lo exacerban. Este ensayo trata sobre cómo las acusaciones, los reproches, los juicios y las culpabilizaciones, a la vez que inflan nuestro ego haciendo que nos creamos mejores que el resto, nos alejan de ese reconocimiento que tanto necesitamos. Y subraya la necesidad de cuidar las emociones ajenas para legitimarlas y construir una comunicación basada en el reconocimiento de los demás y no en la defensa airada de lo propio. 

La mayoría hemos crecido creyendo que las certezas son indispensables para vivir en armonía, con seguridad y en paz. Defendemos nuestras verdades contra viento y marea, y además pretendemos inculcarlas en los demás. Sin embargo, como defiende Doris Lessing (citada por Teresa Arsuaga), esto suele producir un efecto adverso: las certezas nos llevan con demasiada frecuencia a la competición, a la confrontación y al conflicto. Para conseguir vivir con más libertad y renunciar a seguir atrincherados en las cárceles de las certezas absolutas y las verdades incuestionables, es necesario abrazar la vulnerabilidad y la incertidumbre. En definitiva: aprender a analizarse, a estudiar nuestro propio comportamiento bajo la luz del comportamiento de los demás, aceptar que nos equivocamos muy a menudo, responsabilizarnos de nuestros errores, pedir disculpas para reparar el daño que hacemos y aprender de todo ello es vital para vivir con más armonía con nosotros mismos y con los demás. 




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