Hace unos días, volviendo a casa, me encontré con una cola inusual en la calle. Cuarenta o cincuenta personas esperaban pacientemente en la acera a que les atendieran en un restaurante de comida rápida que acababa de abrir. El reclamo era un descuento del 50% en todas las comidas. Ante esa publicidad, decenas de personas pensaron que era una oportunidad que no podían perderse. Se puede decir que obedecieron al reclamo. Probablemente muy pocas de esas personas habrían comprado comida para llevar ese día en concreto, pero al ver la publicidad muchos pensaron que tenían que «aprovechar» el descuento, convencidos de que gastando ese dinero iban a salir ganando, de algún modo. Convencidos de que se habían ahorrado la mitad del precio que les costaría esa comida a partir del día siguiente. Convencidos de que ese gasto, finalmente, era algo hasta cierto punto inevitable.
A todos nos ha pasado, en algún momento. A todos nos pasa. Todos caemos en las redes de la publicidad y acabamos comprando cosas que no necesitamos solo porque nos hacen creer que comprándolas salimos ganando, y que sin ellas nos faltará algo. Que desaprovecharemos una oportunidad. Aunque todos somos libres de no hacerlo, todos acabamos obedeciendo, secuestrados por la seducción de la publicidad.
Uno de los inventores de la publicidad de mercado fue Edward Bernays. Sus campañas publicitarias influyeron decisivamente en que la opinión pública se volviera favorable a la participación de Estados Unidos en la Primera Guerra Mundial o en la incorporación de las mujeres al consumo de tabaco, convenciéndolas de que «los cigarrillos eran un signo de liberación, emancipación y seducción». En su libro titulado Propaganda, de 1928, explicaba las técnicas para transformar la opinión pública en un movimiento tan dócil como unánime. Entendió que la mayoría de la población no es plenamente consciente de sus actos, se siente segura cuando se deja llevar por lo que hace la mayoría a la vez que quiere sentirse en todo momento libre. El libro se convirtió en una obra de referencia para Goebbels, que la puso en práctica para apuntalar la dictadura nazi. El capitalismo siempre ha sido una inspiración inagotable para las ideologías dictatoriales.
Este brevísimo ensayo de Georges Didi-Huberman nos plantea una cuestión fundamental de la filosofía. Nos pasamos la vida obedeciendo, pero rara vez nos preguntamos por qué y para qué. A veces obedecer es fundamental para una sana convivencia, pero otras nos somete al capricho de otra persona. A veces obedecer puede salvarnos la vida, pero otras nos aísla de los demás y nos arrebata la libertad de elegir e imaginar. A veces nos da espacio y a veces nos inmoviliza. El autor trata de responder a estas cuestiones señalando que la obediencia constante que nos impone el sistema capitalista a través de su maquinaria generadora de necesidades puede minar la libertad individual tanto como cualquier dictadura.
Con ejemplos de La banalidad del mal (Hannah Arendt), de los experimentos sobre la obediencia a la autoridad de Stanley Milgram, o de El miedo a la libertad (Erich Fromm), este ensayo propone un enfoque crítico ante la obediencia. E insiste en que es crucial que nunca olvidemos preguntarnos por qué y para qué obedecemos. Así quizá podamos evitar convertirnos en sujetos sometidos al capricho y al interés de otros, ya sean políticos, empresarios o familiares.
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