jueves, 27 de noviembre de 2025

COMERÁS FLORES

Hay libros que te tocan una tecla y, sin saber muy bien cómo, toda la música se te despliega por dentro sin parar como una serpentina de emociones. Sin parar, no podía parar. He leído esta novela en poco más de un día. Con fruición, con ansia, con la fascinación y el vértigo que da asomarse a un espejo que te refleja de formas inesperadas. Leía tan rápido que a veces dejaba de prestar atención al lenguaje, y entonces volvía atrás para no perderme detalle: que la voracidad nunca nos robe la belleza. He pasado poco más de un día comiendo flores con Lucía Solla Sobral. Este otoño va a volverse primavera en mis recomendaciones. 

La protagonista de esta novela eres tú, soy yo, somos todos. Bueno, todos no, porque hay gente que ni siente ni padece e increíblemente también les late un corazón —qué corazón será ese—. Pero la mayoría somos ella. En fin, todos. La protagonista de esta novela aprende a querer dramáticamente, con exageración y con la prisa de a quien se le agota la vida. Y, sin saber muy bien cómo, se ve inmersa en «una relación que rueda tan rápido que tengo miedo a que se resquebraje por el camino y vaya soltando pedazos y que todos los pedazos sean míos».

Y, saliendo del duelo por la muerte de su padre, el amor la arrebata y le pinta la vida de serpentinas de colores y de luces de neón que brillan como las fiestas populares, como la alegría y el éxtasis y la felicidad inexplorada, y también como las alarmas, las sirenas y las chispas de los cables pelados. Un amor fabuloso y tan perfecto que cómo quejarse. Y de qué quejarse. ¿De su enfado si no responde de inmediato a los mensajes? ¿Del reproche velado por no prestarle la debida atención? ¿De la corrección cortante si cuenta algo que no se ajusta exactamente a su recuerdo?

Y la historia sigue y los ecos se multiplican en mi cabeza —en tu cabeza, en la cabeza de todos—. Su silencio cuando estás fuera, el silencio cuando mandas fotos de un viaje en el que él no está, el profundo desinterés por cualquier anécdota en la que él no participe de alguna manera, la opinión sobre todo, sobre tu ropa, tu familia, tu trabajo, tus amigos, tu comida, tus vacaciones, tus libros, tus gastos, tus elecciones, tus principios, tu ocio. Hazme caso, elige esto, yo sé lo que te pasa, tienes que escucharme, no puedes seguir así. La jerarquía que se note todo el rato pero que sea invisible, la naturalidad de responder por ti cuando te hacen una pregunta, preguntarte siempre siempre siempre quién te ha llamado, quién te ha escrito, de quién es esa nota de voz, qué le has respondido, y las muecas de aprobación y de rechazo, los juicios sumarísimos que se expresan con una ceja levantada o una boca torcida o un simple ceño mejor y con más daño que con mil frases llenas de adjetivos hirientes. 

Y el amor, ese amor. La cara de felicidad con que lo exhibes y cómo todo el mundo te felicita. ¡Es que es perfecto, pero qué suerte tienes! Ese amor que te eleva a las nubes y anula toda alternativa. Que dice o estás conmigo en el paraíso o no existes. Ese amor basado en el cuidado que fiscaliza y alecciona. Ese amor hecho de paciencia y resignación ante la posibilidad de tus dudas, veteado de un miedo invisible pero recurrente, que se vende a los demás como el mejor amor posible, la devoción absoluta, qué bien cuida, qué detallista, qué suerte, y que se basa en una crítica constante y el miedo como el color de fondo de cada día.  

He leído este libro casi de una sentada y se me ha llenado el cuerpo de flores y de peligro. He recordado el peligro de quedarte al otro lado del miedo, de ignorar los desplantes, los avisos, los abusos, de perdonar las regañinas y los gritos porque te convences de que todo sigue mereciendo la pena, el peligro de elegir no ver y conformarte con seguir comiendo flores, aunque seas incapaz de retener su dulzura en el estómago. Solo cuando sales de ahí te das cuenta de que te has pasado semanas, meses, años conteniendo el aliento, bajo observación constante, y que es una increíble —y dolorosa y lenta— maravilla reaprender a llenar los pulmones como una persona normal y saborear las flores libre ya de su veneno. 





lunes, 24 de noviembre de 2025

HAY RÍOS EN EL CIELO

Mientras leía esta novela me miraba la cara interna del antebrazo y pensaba en hacerme un tatuaje. Yo, que siempre he recelado de los tatuajes. Un tatuaje con un símbolo del agua. Y en escritura cuneiforme, para rizar el rizo. Mientras leía esta novela pensaba en el agua. En que la crisis climática es una crisis del agua. Y en que el agua se transforma y una misma gota se puede beber dos veces. ¿Perdón? Mientras leía esta novela aprendía sobre los yazidíes, sobre cómo las minorías perseguidas viven en un tiempo diferente del nuestro. Y, según en el capítulo que estuviera, quería dejarlo todo para convertirme en arqueólogo, irme a vivir a un barco en el Támesis, aprender a detectar manantiales subterráneos y mirar las nubes con la intensidad necesaria para descubrir ríos en el cielo. 

Esta es una novela sobre un hombre de origen humilde que a mediados del siglo XIX se convirtió en el descubridor del lenguaje más antiguo de la humanidad. Es una novela sobre una mujer con un pasado traumático que se va a vivir al agua porque piensa que se quiere morir. Es una novela sobre una chica que se está quedando sorda y se embarca con su abuela en el viaje más ilusionante de su vida. Pero, sobre todo, y siempre, es una novela sobre el agua. El agua como bendición y como maldición. Como hilo conductor entre la antigua Mesopotamia y el Londres actual. 

Todo se transforma, todo está constantemente transformándose. Como el agua, que pasa de sólido a líquido, de líquido a vapor, y vuelta a empezar, manteniendo su esencia molecular. Permanece años, siglos, encerrada en la tierra repleta de fósiles, para un día subir al cielo y regresar poco después en forma de bruma, niebla, monzón o granizo, o quizá incluso de lágrima, constantemente desplazada y reubicada. «El agua es la inmigrante consumada, atrapada en tránsito, sin tener nunca la posibilidad de asentarse». Quizá por eso le atrae tanto a Zulika, una de las protagonistas de esta novela. Una mujer británica de origen persa que ha dedicado su juventud a estudiar la ciencia del agua y que, como el agua, vive en permanente cambio, sin poder asentarse ni echar raíces en ningún lugar. 

El agua, como los personajes de esta novela, tiene una asombrosa resiliencia, y al mismo tiempo una gran fragilidad. Elif Shafak, escritora de origen turco, le canta en esta historia al poder transformador de las canciones. Necesitamos las canciones como el agua y el pan. La música, la belleza, las historias. Sin ellas nuestra imaginación se marchita y se muere. Nuestra capacidad de sentir asombro y curiosidad se apaga. 

Hay ríos en el cielo es lírica, delicada, sensorial, apasionada. Es un gozo continuo de lectura. Da ganas de hacer cosas un poco locas y te hace vivir en un tiempo paralelo, el tiempo de los cuentos. Porque «el tiempo de los relojes, por muy preciso que pretenda ser, está distorsionado y es engañoso. Discurre con la falsa impresión de que todo avanza firmemente hacia delante y que, por lo tanto, el futuro siempre será mejor que el pasado. El tiempo de los cuentos entiende la fragilidad de la paz, la mutabilidad de las circunstancias, los peligros que acechan en la noche, pero también aprecia los pequeños actos de bondad. Por eso las minorías no viven en el tiempo de los relojes. Viven en el tiempo de los cuentos». 



jueves, 20 de noviembre de 2025

LAURENCIA

Recuerdo salir del teatro con un velo de emoción en la garganta. ¿Qué os ha parecido?, nos preguntábamos los tres, y no acertábamos a responder. Es escandaloso, creo que les dije a J. y a P. Escandaloso el talento de Ana Wagener en escena, escandalosa la belleza del texto de Alberto Conejero, pensaba. Del primer minuto al último un prodigio de emoción, un viaje de los que, afortunadamente, no terminas nunca de volver del todo. 

Poco, casi nada, sabía yo de Laurencia antes de la función. Es el personaje femenino principal de Fuenteovejuna, me dijo P. La víctima del comendador. El motivo del motín, la chispa que encendió la llama de una de las rebeliones populares más famosas de la literatura. Y Alberto Conejero ha escrito el monólogo de una Laurencia mayor, ya cercana a la muerte, que se sube al escenario para contarnos sus recuerdos, su versión de la leyenda. Para decirnos, con voz templada: «quiero vaciar este animal de recuerdos, destriparlo, para que la verdad de lo que me ocurrió, de lo que nos ocurrió, prevalezca y no se olvide». De lo que ocurrió después de lo que todo el mundo sabe. Contar «lo que empieza cuando todo termina». 

Contar a las mujeres que suben y bajan los peldaños del sacrificio, con una dignidad y una paciencia monolíticas para aguantar todas las cargas. Que no sienten por sus maridos nada que no esté teñido de obligación y servidumbre. Que un día se mueren, así, de repente, y nadie pregunta y a nadie le extraña. 
«Dejábamos la vida en los partos, nos robaban en las guerras y nos mataban, nos arrojaban a los ríos y a los pozos, nos encerraban detrás de los muros, desaparecíamos, desaparecíamos, desaparecíamos, todo el tiempo, niñas, mozas, ancianas, una detrás de otra. Pero yo no olvidé y yo no olvido. Del camposanto regresé a casa y le dije a la ausencia de mi madre: "en este mismo instante me convierto en tu tumba, que todas las letras de tu nombre brillen en el mío donde quiera que yo vaya"». 

Entre la infancia y la vejez hay un destello. Un destello de amor inalcanzable que brilla como los puñales en la noche de plata. «El amor es deseo de hermosura», decía en secreto la madre de Laurencia. Un deseo escrito en las estrellas. Que en el cielo es luz y en la tierra es sangre. 

Y tras el destello, tras lo terrible, «la vida sigue, y pronto la fama se convierte en ruido, y luego en sospecha, y luego en una cicatriz. Al principio se acercaban viajeros, curiosos, poetas, gentes que deseaban escuchar lo sucedido. De repente, sin saber por qué, de un día para otro, se cansaron. O quizá es que la historia ya no nos necesitaba porque circulaba en pliegos, cordeles y romances, y ya era más importante nuestro recuerdo que nosotros mismos». 

Alberto Conejero nos ha traído la voz de Laurencia para recordarnos lo que ocurre cuando todo termina. «Para que cuando se escuche el primer grito, no volvamos la cabeza hacia otro lado; para que cuando caiga la primera sangre sepamos que también es la nuestra; para que nadie bendiga un crimen, no lo llamen justo ni heroico; para que no se olvide que lo que hacemos en la tierra, en la tierra lo volveremos a encontrar». 



lunes, 17 de noviembre de 2025

EL PALACIO DE CRISTAL

Haize es una niña solitaria y soñadora. En la ciudad en la que vive le gusta pasear en busca de tesoros: una pluma caída del cielo, una hoja arrastrada por el viento, una flor que se abre entre los adoquines. Los pega con mucho cuidado en su cuaderno rojo, que hojea todas las noches antes de dormirse. Un día encuentra un tesoro muy especial. Un árbol que no es como los demás. Unos matorrales densos como un laberinto. Y, detrás, un palacio. ¡Un palacio de cristal!

Un palacio sin gente. Un palacio con la puerta abierta, que parece estar esperando a que una niña como ella lo descubra. Lo que Haize encuentra dentro del palacio es el tesoro de este cuento infantil con un troquelado láser de una belleza irresistible. Y lo mejor es que el tesoro de Haize es tan especial y tan grande que ya no le va a caber en su cuaderno rojo. 

Este es un libro infantil sobre la importancia de preservar y alimentar el sentido del asombro, sobre la naturaleza salvaje y lo que las sorpresas más increíbles pueden despertar en nosotros. 

jueves, 13 de noviembre de 2025

TATÁ

«Mi tía, tan discreta, que hablaba bajito para no molestar a nadie, que nunca hacía ruido ni cuando arrastraba una silla hacia ella, mi tía, tan delicada, que parecía andar y moverse en el silencio, habría detestado todo esto. En fin, eso creo. Ella debía de saber, de todas formas, que su segunda muerte no pasaría desapercibida». 

¿Cómo puede una persona morir dos veces? ¿Morir dos veces permite también vivir dos veces? Al principio de esta novela, la protagonista recibe una llamada de la policía diciéndole que su tía ha muerto. Pero su tía ya había muerto tres años antes. Había habido un entierro. Un funeral. Condolencias de mucha gente. ¿Cómo es posible? Y, si es posible, ¿quién yace desde hace tres años en la tumba de su tía?

Esta es la novela de una mujer sin historia, discreta hasta la invisibilidad, que esconde tal cantidad de secretos que apenas caben en sus páginas. Nos despierta el sueño de que dentro de las personas que nos rodean, escondido detrás de sus silencios y sus miradas cotidianas, hay un relato que desvela una faceta más dulce y misteriosa, inmensamente más sensible, un significado profundo que quizá nunca supieron expresar, un relato íntimo y turbadoramente verdadero que descubre quiénes han sido y son de verdad. 

Valérie Perrin ha creado un personaje prodigioso con esta Tatá. Y lo mejor es que lo ha sabido rodear de un elenco igual de fascinante. Esta viejecita tímida y dulce, experta en reparación de calzado, que ama el fútbol casi al mismo nivel que la memoria de su hermano pianista, esta mujer sensible y minuciosa, sin hijos ni marido, con un empleo masculino y una afición de hombre, transmite un aire de comedia sentimental intrigante, un tono divertido-melancólico muy propio de la literatura francesa que hace soñar, a lo Anna Gavalda o Amélie. Todo ello con un fuerte componente de crítica social y enorme compasión por las víctimas del maltrato. Una novela que se deja devorar o saborear, según el estado de ánimo y el apetito lector. 



lunes, 10 de noviembre de 2025

LA VIDA CAÑÓN

La vida cañón. La historia de España a través de los boomers. ¿Los boomers? ¿Quiénes son los boomers?, me preguntan a veces algunas señoras (los señores no preguntan nunca casi nada) al ver el título. Los boomers son aquellas personas nacidas entre 1950 y 1965, suele ser mi respuesta estándar. Pero este libro amplía la definición con desparpajo y humor admirables y merece mucho la pena atender a todos sus aspectos. Boomers son las personas que pertenecen a la generación que más riqueza posee en España. Boomers son la «gente que cree que ya ha superado todos los escalones de la vida, y que en vez de intentar entender algo, lo critica». Boomers son los compañeros de trabajo con doce trienios que cobran el triple de lo que gana el millennial que les enseña a hacer facturas en excel. Boomers son los familiares que siempre tienen virus en el ordenador y que cambian de móvil cada dos años porque se les bloquea, pero siguen abriendo con alegría despreocupada todo archivo desconocido de remitente desconocido que les llega.

¿Que el porcentaje de jóvenes propietarios ha descendido del 69% al 32% entre 2011 y 2022? Boomers son los que dicen que la culpa es de esta generación, que no se priva de nada. No como la suya, que se sacrificó cuando tocaba (sacrificarse es un verbo muy muy boomer). Boomers son los que explican a sus hijos que si no consiguen casa propia es porque se gastan su sueldo en Spotify y Netflix (con paquete familiar para que los propios boomers las usen gratis, por supuesto), que si no ahorran es porque se van de vacaciones al extranjero y que si aquel concierto y la cañita del viernes y no me digas que otros vaqueros con la cantidad de ropa que tienes, si es que sois unos caprichosos. 

Boomers son los que se criaron en la precariedad de la dictadura, se subieron a la ola del boom económico de la democracia, entraron en el club selecto de los propietarios gracias a unas condiciones económicas favorables que ya han desaparecido, tuvieron un trabajo para toda la vida, y ahora son la generación que más dinero tiene y mejor puede permitirse vivir la vida cañón mientras el mundo que dejan a sus hijos y nietos arde y se ahoga y se vuelve fascista y volátil. 

Pero este estupendísimo libro de Analía Plaza no tiene como objetivo demonizar a los boomers, sino recoger una insatisfacción vital de la generación millennial a menudo silenciada por un sentimiento de gratitud un poco tóxica que ha desarrollado hacia sus mayores. No se trata de culpar a los boomers de los problemas de los millennials y los zetas, ni mucho menos de los problemas globales del mundo entero (los culpables ya sabemos que son los grandes especuladores de vivienda y recursos —casi todos boomers, sí, pero una parte muy pequeña de los boomers— que, con el apoyo de bancos y gobiernos, extraen masivamente la renta y los recursos de las clases obreras para engordar sus beneficios millonarios, parasitando la sociedad). 

No se trata de demonizar a los boomers, sino de desmontar el relato que se han formado de sí mismos, un relato meritocrático que dice que ellos se esforzaron mucho más, que lo tuvieron mucho más difícil que los que vinieron después, que hicieron mil sacrificios, que merecen absolutamente todo lo que tienen y más y que si sus hijos y nietos no logran alcanzar al menos lo mismo que ellos es sencillamente porque no se esfuerzan lo suficiente. Es un relato con el que los boomers, rechazando admitir su privilegio, se erigen en proveedores caritativos de sus menores, a los que ayudan culpándolos de muchos de sus males. Y sus hijos y nietos no pueden dejar de reconocer esa deuda perpetua, una deuda que nunca podrán terminar de pagar a unos padres y abuelos que no pierden ocasión de darles lecciones sobre cómo enderezar sus vidas torcidas, transmitiendo la idea de que si siguen por ese camino no están ni estarán nunca a la altura. 

Esa ayuda enjuiciadora desde un privilegio que no reconocen es el origen de buena parte de la pegajosa conflictividad intergeneracional que nos late como una fiebre en la sangre compartida de la mayoría de las familias. Y desmontando ese relato, ese mito generacional que tanta fricción provoca, quizá podamos encarar los problemas de cada generación con solidaridad y no con caridad, de una forma más saludable y más igualitaria.  




jueves, 6 de noviembre de 2025

EL SECUESTRO DE LA VIVIENDA

El abismo entre el precio de las casas y el poder adquisitivo de la población no deja de crecer. Es el problema fundamental de las generaciones nacidas a partir de 1980. Lo que define si tienes o no tienes acceso a una vivienda en propiedad ya no es tu preparación o tus estudios, sino tus padres. Sí, esos padres que hablan con orgullo de la cultura del esfuerzo, pero que no necesitaron estudios ni preparación específica para acceder a una vivienda asequible. Millones de personas de clase obrera nacidas antes de los sesenta, sin estudios ni trabajos cualificados, ya eran propietarios con la hipoteca pagada a los cuarenta años. Un sueño inimaginable para sus hijos y sus nietos. 

Hay gente que dice que hay que construir más porque no hay viviendas suficientes. Pero no es verdad. No faltan viviendas. «Estamos entre los países de la OCDE con mayor número de viviendas por habitante: más de 550 unidades por cada 1.000 personas. Si hay tantas casas y, aun así, tanta dificultad para encontrar una, es porque muchas están destinadas a usos antisociales». 

Lo que necesitamos es una política que defienda una vivienda pública de calidad para todos. Si el eslogan suena inverosímil, ¿por qué «una sanidad pública de calidad para todos» o «una educación pública de calidad para todos» nos parecen totalmente razonables y legítimos? En España no tenemos cultura de vivienda pública como derecho. Pero esto no quiere decir que la vivienda pública sea una utopía. En Viena es una realidad cotidiana desde hace ya un siglo. El Reino Unido impulsó la vivienda pública desde finales de los años cuarenta hasta 1980 con la intención real de que cualquier persona tuviera una vivienda garantizada. Y fue un éxito. A pesar del atroz desmantelamiento de servicios públicos iniciado por Margaret Thatcher en los años ochenta, el Reino Unido aún conserva el 17% de vivienda pública. En España tenemos un 1,1%, y no por privatizaciones de políticos de derechas: la venta de suelo público para especular explotó con los gobiernos socialistas de los ochenta y no ha parado desde entonces. 

La generación que tuvo un acceso fácil y masivo a la propiedad de la vivienda nos ha enseñado que poseer una vivienda es uno de los objetivos primordiales de la vida de una persona. Es casi un rito de paso para la entrada en la vida adulta. Y, además, un rito lucrativo, porque la vivienda siempre se revaloriza. Pero «un sistema que se basa en que todo el mundo sea dueño de una vivienda que siempre sube de precio es insostenible». Con esas reglas, cada vez va a ser más difícil que quienes no tienen casa puedan comprar y entrar en esa sociedad de propietarios. El sistema empezó a colapsar ya en los años noventa. El esfuerzo económico necesario para acceder a una propiedad se ha duplicado. Y casi se ha triplicado en las grandes ciudades. Ahora hacen falta diez años de sueldo para comprar una vivienda, mientras que a principios de los noventa con apenas tres años bastaba. Es fácil suponer que si dentro de veinte años los precios siguen la misma tendencia y las nuevas generaciones se ven obligadas a aportar más de quince años de sueldo, sencillamente nunca podrán comprarse una casa. 

Pero esto no es fruto de la ley del mercado. No es una tendencia inevitable. Es una cultura en la que participan activamente fondos de inversión, bancos y gobiernos de cualquier tendencia ideológica. El objetivo es que la vivienda se siga revalorizando siempre. El objetivo es que se siga considerando un bien de consumo con el que sea lícito especular, en lugar de un derecho universal que hay que proteger. Es una cultura insensata e insostenible, destinada a crear desigualdad económica desenfrenada y generar un sufrimiento indecible en millones de personas.  

La brecha generacional es innegable y su herida abierta es la vivienda. Las generaciones que tuvieron acceso fácil y asequible a una vivienda entre 1960 y 1990 lo consiguieron gracias al descomunal gasto público. Se construyeron más de seis millones de pisos protegidos, a precios limitados, para convertir al mayor número posible de ciudadanos en propietarios. (Más vale un propietario que un proletario, que decía un ministro de Franco). Estas décadas supusieron un paréntesis histórico, porque desde hace treinta años las propiedades se van concentrando cada vez en menos manos. Si no se le pone freno a esta tendencia, las condiciones que permitieron a nuestros padres y abuelos comprarse una vivienda ya no volverán. Y las generaciones posteriores —llevamos más de una década viéndolo— tendrán que decidirse entre tirar su sueldo en alquileres cada vez más abusivos o depender de la casa o del dinero de sus padres. Como dicen los ingleses: pick your poison

Pero el problema de la vivienda no es solo generacional: es también un problema de clase. El porcentaje de personas que viven de alquiler ha subido muchísimo en todos los tramos de edad, excepto en el tramo de mayores de 64 años. Estamos yendo hacia una sociedad rota, dividida entre propietarios e inquilinos, donde lo que define tu futuro es el dinero y patrimonio de tus padres. Y lo peor es que la mayoría de los inquilinos actuales no van a poder heredar. Vamos hacia un «sistema neofeudal, en el que tu futuro lo definirá básicamente la familia en la que hayas nacido y la ayuda que recibas». Una realidad más propia de las sociedades premodernas en las que una parte de la sociedad disfruta de privilegios hereditarios mientras que la otra sobrevive de forma precaria, sin ninguna capacidad de cambiar su realidad. Una sociedad de inquilinos precarios trabajando para sus caseros ricos, abriendo cada vez más la herida de la desigualdad. 

Pero hay soluciones. Jaime Palomera, con más de veinte años dedicados a los problemas de la vivienda, las describe con claridad meridiana en este libro. Y concluye que «la única manera de vivir con dignidad y libertad pasa por defenderte y poner en jaque a quien especula con tu vida».  





lunes, 3 de noviembre de 2025

JANE. UNA BIOGRAFÍA LITERARIA

Este año celebramos el 250 aniversario del nacimiento de Jane Austen y este es un libro perfecto para adentrarse en su vida y su obra. Está escrito con rigor y con cariño, se nota en cada página lo cerca del corazón que Cristina Oñoro lleva las novelas y la figura de Austen, su querida «tía Jane», y lo mejor de todo: te dan unas ganas irrefrenables de leer y releer las seis novelas que escribió. Como guinda, las ilustraciones de Ana Jarén reflejan muy bien el colorido tan vivo del humor de su literatura y hacen de este libro una delicia estética. 

Hasta hace pocos años, las novelas de Jane Austen eran mayoritariamente juzgadas como sentimentales y un poco ñoñas. Costaba ver a un hombre comprando una. Las envolvía ese halo de comedia romántica costumbrista que ejerce un poderosísimo poder disuasorio en las masculinidades tradicionales, siempre tan temerosas de que su rígida virilidad pueda volverse tierna. No éramos conscientes de que las novelas de Jane Austen eran mucho más que amoríos convencionales. No sospechábamos la fina ironía en la descripción de los personajes ni la constante búsqueda de libertad y autonomía de las mujeres protagonistas. Si nos hubieran dicho que podíamos leer Orgullo y prejuicio o Sentido y sensibilidad desde una mirada feminista nos habríamos quedado perplejos. Lejos de perpetuar el costumbrismo conservador, Jane Austen fue modernísima en la defensa de cierta igualdad de género y en la crítica social a través de la ironía.  

En este sentido me ha gustado cómo Cristina Oñoro hace hincapié en las alianzas femeninas dentro de la familia que permitieron a tantas escritoras del siglo XIX desarrollar su actividad artística. Sin ese apoyo incondicional habría sido casi imposible que su genio echara raíces y floreciera. Hermanas como Cassandra, que siempre estuvo al lado de Jane, alentando y creando el entorno propicio para que obras inmortales como Emma o Mansfield Park vieran la luz. 

La vida de Jane Austen, como la de la mayoría de escritoras del siglo XIX, fue extraordinaria. Lo normal había sido que tuviera un marido y cinco hijos o más de los que ocuparse a tiempo completo, con sus mil interrupciones, visitas, obligaciones y preocupaciones de la vida doméstica que no dejan espacio para el desarrollo del talento artístico, ni de la conciencia de la libertad para poder imaginarlo. Su vida fue extraordinaria porque no se casó y porque tuvo la suerte de no tener que preocuparse por el dinero. Muy pocas mujeres han podido vivir una vida así, y esa libertad todavía sigue siendo una utopía para la mayoría en pleno siglo XXI. 

Aunque pienso que el universo de Jane Austen me resulta muy familiar, no he leído sus libros. ¡Un librero que no ha leído a Jane Austen! Sí, también fui víctima de ese prejuicio que el feminismo ha venido a desterrar, reivindicando su figura como valiosa defensora de los derechos de las mujeres. Y, gracias a esta biografía literaria de Cristina Oñoro y Ana Jarén, creo que este 250 aniversario me va a servir para poner remedio a esta laguna imperdonable.