lunes, 27 de junio de 2016

LA PRESA

Hay escritores que tienen miles de personajes diferentes en su cabeza y es imposible prever cuáles van a sacarse de la chistera en cada nuevo libro. Hay otros, en cambio, que sólo tienen unos pocos, pero los manejan con tal habilidad que uno no se cansa de descubrir las múltiples caras que pueden adoptar en cada historia. Irène Némirovsky, junto a Dickens, Dostoievski, Henry James, Scott Fitzgerald o Toni Morrison, por ejemplo, es un ejemplo de estos últimos. Sus personajes son casi siempre víctimas de una injusticia social, luchan contra la humillación de someterse a su familia o a una sociedad que los desprecia o los ignora y logran salir adelante a base de ambición y, a menudo, a costa de sacrificar sus principios morales. 

La venganza, tema shakesperiano donde los haya, es uno de los temas predilectos de Némirovsky. A veces es dulce, como aquella adolescente de El baile al castigar la hipocresía social de sus padres, aunque casi siempre se vuelve amarga cuando los personajes se dan cuenta de que, al vengarse, son ellos los heridos, ellos las víctimas. Jean-Luc, el protagonista de La presa, utiliza el amor de una joven rica para salir de la miseria y tratar de vencer al enemigo, esa clase alta influyente e inalcanzable, con sus propias armas. Corre el año 1933 y Francia está inmersa en la mayor crisis económica que se recuerda. Las fábricas cierran, el comercio se paraliza y la inteligencia y la fuerza de los jóvenes se pagan con salarios de miseria. Pero Jean-Luc no se resigna a la pobreza heredada y se marcha a París a malvivir por su cuenta, a intentar encontrar un hueco para su ingenio donde pueda, ya sea en los brazos de una chica rica llamada Edith o en los bares populares donde se reúne toda la juventud descontenta y cada vez más politizada de un país en quiebra. Mientras su romance con Edith se consolida, se dedica a mirar a los políticos y banqueros al salir de sus despachos, con el anhelo desesperado de un enamorado rechazado que contempla a las mujeres que nunca podrá conquistar. 

Jean-Luc ha crecido con la perseverancia de los que no tienen nada y no se resignan a su pobreza. Actúa por impulso, movido por la rabia y por una tenacidad inquebrantable y poco a poco su instinto de supervivencia va desplazando los escrúpulos y los sentimientos hasta convertirlos en meros pasatiempos, en molestias que no duda en apartar ante lo que de verdad le importa: prosperar, ganar dinero, influencia, fama, subir hasta lo más alto cueste lo que cueste. Se ha pasado toda su infancia jugando al escondite con la miseria y ahora que entrevé una posibilidad, no duda en lanzarse con todas las armas que le prestan su ambición y su inteligencia. Y tendrá que ser hipócrita, jugar a los tejemanejes corruptos de la política y bailar en la cuerda floja de unas intrigas que le mantendrán siempre al borde del escándalo y del abismo. 

Es curiosa la actualidad del mundo político reflejado en este libro. Hipócritas y teatrales. Así eran y así siguen siendo, ochenta años después, la mayoría de políticos que ostentan el poder. A fuerza de vivir rodeados de una audiencia que les analiza, ya nunca se desprenden de su personaje público e incluso cuando se quedan solos siguen actuando, como si les rodeara día y noche una multitud invisible que viviera pendiente de sus gestos. Pero, ¿qué ocurre tras el éxito? ¿Qué ocurre en el inicio de la decadencia, cuando el vigor de la primera juventud ya ha pasado y uno empieza a sentir las primeras desidias, los primeros cansancios, esa lasitud que provoca ya la intriga cuando la adrenalina de la ambición empieza a correr con menos ímpetu por las venas?

La necesidad de calma. Una cobarde e inconfesable necesidad de calma. De paz. Sin acción, sin riesgo, sin mentiras, lejos de un matrimonio naufragado en la gelidez y el menosprecio. Tras haber alimentado durante años el sueño del triunfo, éste se le presenta vacío, ingrato, y comienza a contentarse con pequeños triunfos parciales, envenenados de dudas y amargura, de recuerdos. Y de esos recuerdos resurge la necesidad de ternura. Pero esta vez, desvinculada del amor. Sin cálculo. Necesidad de entregarse a un afecto, de cuidar de la debilidad de otra persona sin necesitar recompensa por cada acto, sin exigir una retribución por cada esfuerzo. Necesidad de consuelo, aunque sea en brazos de un amor triste y sin futuro.

Y así, Jean-Luc se vuelve la presa de su propia necesidad de afecto. De la fiera hambrienta de ternura que ha venido alimentando sin saberlo durante años y que ahora amenaza con devorarlo. Presa de sí mismo, víctima de lo que quiso y no pudo llegar a ser, de las humillaciones y desgracias sufridas, de sus emociones sofocadas por vergüenza y por el pánico a mostrarse débil. Némirovsky arma un drama shakesperiano en el que su protagonista se debate entre dos pasiones descontroladas: su ambición de poder y su necesidad de afecto.

Otra más. Otra novela más para añadir a la colección de dramas humanos que escribió esta escritora asombrosa. 


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